domingo, 12 de agosto de 2018

LA VIDA DESPUÉS DE LA MUERTE EN EL ANTIGUO EGIPTO


Una creencia egipcia, en verdad inalterable en el transcurso de los siglos, desde los más remotos orígenes hasta la época helenística o bien entrada la romana, fue la de la supervivencia del hombre tras la muerte la cual, desde luego, experimentó una considerable evolución desde la antigua concepción ctónica hasta las más espirituales de los períodos tardíos.
 
La noción que Egipto tenía del hombre como ser total (cuerpo, alma y espíritu) no resulta aún muy clara, a pesar de los grandes avances realizados en el conocimiento de la religión, así como de la civilización en general, del antiguo pueblo del valle del Nilo.
 
El mundo creado posee en todas sus manifestaciones materia y espíritu, desigualmente repartidos. En partes de la creación prepondera en absoluto la materia, tal es el caso de la tierra; hay, en cambio, seres por completo espirituales, como los dioses. Tanto aquéllas como éstos no son más que "aspectos" del todo divino. El hombre ocupa una posición intermedia entre los dioses o espíritus puros y la materia inerte e inconsciente: es un compuesto de polvo, que forma su cuerpo (jet), a quien el ka, principio de vida, proporciona conciencia, expresada en su alma individualizada o ba, que se representaba como un ave dotada de cabeza humana.

El concepto del ka es bastante difícil de comprender. Por ello algunos egiptólogos han pretendido ver en él un reflejo inmaterial del cuerpo, un "doble", y otros, conforme a estudios y conclusiones mas recientes, un genio protector que nacía con el individuo y que cuidaba de él tras la muerte.


El ka viene a ser la representación de la divinidad en el hombre y constituye su principio vital. Es semejante al cuerpo humano, es su "forma" y el motivo de su existencia. El cuerpo y el ka unidos se suman en el ba. La muerte era para los egipcios la separación de los elementos inmateriales y el material, o sea el desgajamiento del espíritu del cuerpo.

Hemos indicado que estas creencias sufrieron una evolución, cuyas nociones más interesantes son las que siguen.

El primer dato, el más antiguo, sobre la existencia en la ultratumba consistía en imaginar que el principio inmaterial del ser humano continuaba con vida, en estrecha relación con el cadáver, del que dependía. Se trataba de una existencia larvaria, reducida, como la que concibieron los hebreos en el seol, los babilonios y los griegos.

El pozo funerario de la tumba llegaba a la región de los muertos, inaccesible para los vivos; por otra parte, la cámara sepulcral era lugar de asilo y descanso para el alma del difunto, a cuya manutención se atendía por medio de ofrendas regulares de víveres y objetos necesarios para la subsistencia.

Antes de describir por encima la creencia en paraísos, que brotó como enriquecimiento de la concepción arcaica, no muy satisfactoria para los hombres, hemos de decir que los egipcios no pudieron librarse de su concepción de la tumba como morada del difunto, según se comprueba en la plétora de monumentos sepulcrales descubiertos, en la disposición de éstos y en los ritos que se celebraban en ellos. Por lo tanto, los paraísos nacieron como una necesidad derivada del deseo de escapar de la tumba y gozar de la libertad; pero no influyó lo más mínimo en la suerte de las almas en el más allá, como se verá al tratar del juicio de los muertos. Queda, pues, claro que el paraíso no es más que una risueña perspectiva destinada a alegrar, o anular, el tenebroso horizonte que ofrecía el mundo subterráneo, sordo y latente, que figuraba en la raíz de la creencia.

Las diferentes teologías estimularon la adhesión de sus fieles con promesa de dicha junto a los dioses que habían venerado en la tierra, es decir, los dioses de la religión oficial.

El culto de Osiris, uno de los más antiguos, ofrecía a sus fieles (que se habían transformado, gracias a ritos semejantes a los tributados al dios, en súbditos suyos por toda la eternidad) un paraíso: el reino de Osiris, que se llamaba el "Occidente" y que personificaba la diosa Amentet, la cual recibía a los muertos.


El paraíso era, como es de suponer, una región extraterrestre, que se localizó en los Campos de Ialu y el Campo de las Ofrendas, donde el egipcio gozaba de una bienaventurada inmortalidad. Otro paraíso, el solar, de origen más reciente, surgió en provecho del faraón, que no era un mortal como los demás.

Efectivamente, al faraón, por medio de lustraciones especiales, se le abrían las puertas del paraíso, al que llegaba en la barca del Sol. Posteriormente, para colmar de felicidad al soberano, se dio entrada en el paraíso solar a sus mujeres y restantes parientes; más tarde, por motivos políticos, el privilegio se amplió a los dignatarios y cortesanos. Así, poco a poco, la creencia se democratizó y todos los egipcios conquistaron la posibilidad de llegar a tal paraíso.


La existencia en ultratumba, tal como la concebía el egipcio (aprovechaba las mejores promesas de los distintos sistemas teológicos) puede resumirse como sigue: pasaba el día en la grata penumbra de su sepulcro, en el que consumía los víveres que sus parientes le ofrecían; llegado el crepúsculo, detenía la barca del Sol, en la cual cruzaba el horizonte y arribaba sin peligro al paraíso (fuera cual fuese), en el que disfrutaba de delicias y pasatiempos; en el momento en que el Sol abandonaba las regiones paradisíacas, el difunto atravesaba el horizonte oriental en la barca de Ra, renacía en el mundo terreno y entraba en el sepulcro con el aspecto de ave de cabeza humana, propio de las almas bienaventuradas.

Naturalmente, para alcanzar tales ventajas, el difunto había de sufrir algunas pruebas, de las que la más importante era el juicio a que se le sometía o psicostasia ("peso del alma"). La ilustración más célebre de la misma figura en las viñetas del Libro de los Muertos.

El texto que acompaña a dichas viñetas, que describimos a continuación, consiste en una salutación, acompañada de dos declaraciones seguidas de inocencia o Confesiones Negativas ("No he cometido pecado contra los hombres; No he maltratado a los míos", etc.), que son, en realidad, una colección de fórmulas mágicas.

Las viñetas representan a Osiris en el fondo de una sala, sentado debajo de un palio real y asistido por Isis y Neftis. Delante de él hay una comitiva de cuarenta y dos asesores. Al otro lado de la ilustración, Anubis, en su función de conductor de las almas (psicopompo), presenta al difunto al tribunal. Se ve en el centro de la sala una balanza, que muestra el corazón del muerto en un platillo y en el otro una imagen de Maat, la diosa Justicia. Anubis se encarga de examinar el peso y Thot lo anota en su paleta. No lejos de la balanza aparece acurrucado un monstruo semejante a un hipopótamo: es el Devorador, quien destruye a los muertos que no salvaron felizmente el juicio.

El difunto que no ha sido reprobado se adelanta hacia Osiris bajo la guía del dios Horus. El corazón se pesa en la balanza para comprobar la sinceridad de las Confesiones Negativas de su propietario. Se trataba, pues, de un examen moral, en el que no cabían subterfugios y en el que se probaba de modo patente, físico, por medio de la balanza, el valor de toda una existencia.


 

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