sábado, 8 de octubre de 2016

VULCANO

 
De la unión de Júpiter y de Juno nació un hijo. El niño era fuerte, sano, vigoroso. Sí, no puede negarse. Pero tampoco no puede negarse que no era hermoso. Era más bien feo,  bastante feo. Tan feo que sus padres tuvieron una consulta para tratar del medio más indicado para que, aunque fruto de su sangre, era un verdadero atentado a las leyes eternas de la belleza.

La deliberación fue breve. Júpiter y Juno se miraron y se comprendieron mutuamente: arrojarían a su hijo del Cielo. El plan fue concebido y ejecutado de una manera fulminante.
 
El infortunado niño, llamado Vulcano fue arrojado del Cielo y proyectado sobre la tierra. ¿Por quién? ¿Fue el padre o fue la madre? Nadie lo sabe exactamente. Lo cierto es que la infeliz criatura estuvo un día entero viajando por los aires para ir a caer, en la hora del crepúsculo, en la isla de Lemnos.
 
En realidad Vulcano tardó menos tiempo en recorrer la distancia que va del cielo a la tierra que la que hubiera invertido el yunque de bronce de que hablamos a propósito del Tártaro. Al caer de tal altura, Vulcano se rompió una pierna. Unas excelentes mujeres que habitaban en la isla, recogieron al celeste viajero y lo cuidaron solícitamente. El herido mejoró y quedó restablecido en poco tiempo pero no pudo lograrse borrar por completo el recuerdo del accidente. Una pierna le quedó más corta que otra: Vulcano, pues, era cojo.
 
Si físicamente nuestro héroe dejaba mucho que desear, debemos hacer constar que intelectual y espiritualmente valía mucho más. Ya de jovencito dio pruebas de ingenio y laboriosidad e incluso se reveló como artista.
 
Vulcano se adaptó a las circunstancias, se resignó a su condición de obrero y aprendió el oficio de fundidor en el taller de un enano muy experto en el arte metalúrgico. Sus primeros ensayos se limitaron a trabajos de fantasía, collares, brazaletes, joyas diversas, que ofreció a las jóvenes como prueba de gratitud por los cuidados que habían tenido con él.

El joven obrero progresaba rápidamente y pronto se ensayó con obras más importantes y delicadas: ofrecía flechas a Apolo y llenaba el carcaj de la famosa Diana. Su habilidad se iba afirmando y su exquisito gusto se definía de una manera elocuente. Esto le permitió concebir y fabricar "piezas" memorables: un cetro de oro para Júpiter, una hoz para Ceres, la coraza de Hércules y el escudo de Aquiles.
 
Y no olvidó a los dioses en sus artísticos trabajos: cada una de las divinidades recibió una butaca móvil que marchaba por sí sola a las Asambleas. Tanto ingenio llegó a enternecer el corazón del soberano del Olimpo. Porque, no por ser Júpiter, dejaba de ser padre, al fin y al cabo, éste no podía negar que Vulcano era su hijo, de quien empezaba a enorgullecerse.
 
Su incalificable acción, realizada de acuerdo con su esposa cuando su hijo vino al mundo, le pesaba ya como un delito llevado a cabo en un momento de violenta ira. Para deshacer, en lo posible, el mal efecto de su acción y favorecer a su hijo, le nombró Dios del Fuego y Rey de los Cíclopes, autorizándolo por lo tanto a entrar nuevamente en el imperio de los dioses del que había sido expulsado tan cruelmente.
 
Aprovechándose de la referida autorización, Vulcano se dirige al Olimpo, se arroja a los pies de su padre y solicita una esposa. Júpiter promete acceder a sus deseos:

- Pero todas las diosas están ya colocadas — le dice Júpiter. Una solamente es libre, y esa es Minerva, mi propia hija, que siente una aversión terrible por el matrimonio.
 
Viéndose obligado a inclinarse ante esa objeción perentoria, Vulcano abandona el Olimpo y reanuda sus tareas en la fundición. Listo como él solo y filosofando prácticamente sobre el indiscutible éxito que sus butacas automóviles han obtenido en los centros olímpicos, Vulcano decide construir una obra maestra de este género para ofrecerla a su propia madre.

Aunque dócil y afectuoso, el Dios del Fuego no puede olvidar la irónica acogida que, a su regreso al Olimpo, recibió por parte de las divinidades, incluso de Juno. Y resolvió poner en práctica una idea diabólica. Trabajando enérgicamente y poniendo todo su talento en su obra, consiguió construir un trono magnífico, adornado con un arte exquisito, digno de la admiración universal.
 
Seducida por el esplendor y la elegancia de la obra de Vulcano, Juno no pudo resistir al deseo de sentarse en aquel trono. Pero así que se hubo sentado en él, la reina de los dioses y madre de Vulcano se sintió súbitamente sujeta por invisibles ataduras que la inmovilizaban completamente en el trono.
 
Intentó levantarse, pero sus esfuerzos fueron inútiles. Los dioses todos se reunieron para tratar de desprenderla de allí; pero hubieron de desistir de sus propósitos. Sólo Vulcano podía conjurar el maleficio. Entonces. Júpiter lo llamó.
 
El divino herrero se comprometió a desvirtuar el hechizo con una condición: que la más hermosa de las divinidades, la misma Venus, sería su esposa. Juno recobró su libertad y Vulcano pudo felicitarse de haber obtenido en legítimas nupcias la futura madre de Cupido.
 
 
 


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