martes, 13 de septiembre de 2016

EL NACIMIENTO DE VENUS

 
El sol hace brillar los contornos de una inmensa concha marina bogando por las azules olas del Mediterráneo, contornos originalmente adornados por la blanca espuma. Mecida dulcemente por el suave aliento del céfiro perfumado, va acercándose lentamente hacia la orilla de Chipre; choca en ella y se abre milagrosamente.

Una preciosa criatura, de una belleza sin igual, aparece. Asistís al nacimiento de Venus, de Venus Anadiómena (que significa aparecida fuera del agua), De Venus Astartea, hija de la onda amarga.

Las Horas, hijas de Júpiter y de Temis, diosa de la Justicia, van a recibirla, compartiéndose el placer y el honor de enseñarle todo su saber y toda su experiencia. La enseñan la gracia y la sencillez, la instruyen sin pedantería y la educan con una delicadeza y una distinción ejemplares.

Venus, además, no necesita lección alguna en materia de coquetería y arte de embellecer, porque, afortunadamente, la naturaleza le prodigado inmensas gracias. Con unas cuantas flores por adorno, tenía bastante para avivar la luminosa blancura de su cuerpo inmaculado; en sus cabellos, de un oro incomparable, colocará una corona de rosas y de mirtos cuyos pétalos realzarán el divino nácar de sus espaldas impecables.
 
Venus no olvidará su misterioso cinturón que había de hacer irresistibles sus atractivos. Nada le falta, pues, para ser presentada a la celeste Corte. Acompañada de las Gracias y sentada en un hermoso carro tirado por blancas palomas, llegó al Olimpo, donde su aparición causó extraordinario embeleso. Se le ofreció una recepción entusiasta.

Pero en verdad hay que confesar que un significativo mohín deformó ligeramente los bellos labios de las otras diosas. En realidad, Venus se les aparecía como una temible competidora.

Quien estaba encantado de la nueva deidad era Júpiter, el señor del Olimpo; los dioses, hipnotizados ante la belleza impresionante de Venus, se disputan el favor de obtener la mano de aquella divinidad encantadora. Pero todos ellos fueron chasqueados, pues Venus hubo de resignarse a aceptar por marido a Vulcano. He aquí, pues, a la hermosa Venus convertida en reina del Fuego y de los Cíclopes.

Un trono real siempre causa placer y provoca una cierta emoción de orgullo y de amor propio. Pero, digamos la verdad, un reinado que se pasa en la obscuridad subterránea, débilmente iluminada por el resplandor de las fraguas incandescentes; un reino en que los súbditos son fenómenos de "un solo ojo" cuyo cuerpo negruzco, lleno de herrumbre de la fundición, ofusca los sentidos; un reino que no conoce otro concierto que el metálico golpear de los martillos en el yunque, ¿es éste un reino a propósito para la más tierna y delicada de las diosas?

Imparcialmente, una respuesta afirmativa resulta dudosa aquí. Respecto a Venus, era natural que no se aviniera a la nueva vida, porque ni su persona ni sus gustos ni su carácter eran adecuados para combatir la soberanía del Fuego. Su instinto ligero y voluble dará lugar a numerosas peripecias, inherentes precisamente a la unión forzosa y desigual que había exigido la implacable voluntad del Destino.

 

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