sábado, 11 de agosto de 2018

FIESTAS, SUPERSTICIONES Y ORÁCULOS EN EL ANTIGUO EGIPTO

 
En compensación del culto exclusivo existente en Egipto, el culto popular hacia gala de su ímpetu y fervor con ocasión de las fiestas religiosas. Por lo menos una vez al año, de la misma manera que el faraón accedía de vez en cuando a mostrarse, con gran pompa, ante el pueblo en las calles de la ciudad o en los lugares adecuados a ello, se efectuaba la aparición de la divinidad. La ceremonia se esperaba con gran impaciencia.
 
Los textos egipcios la llaman "la salida del dios". La estatua o estatuas eran sacadas en procesión y los sacerdotes las exponían a la veneración general durante las paradas o estaciones. Terminada la procesión, los fieles, peregrinos o no, sacrificaban en honor de la deidad y se entregaban después al placer. De esta suerte se conmemoraban los acontecimientos más notables de la vida terrena del dios, tales como su nacimiento o su triunfo sobre sus enemigos.
 
Había, además, otras fiestas especiales, como la del Año Nuevo, la neomenia (primer día de la Luna), la crecida del Nilo, el principio del laboreo y la cosecha.
 
Entre las ceremonias, merecen citarse las visitas que efectuaban las estatuas de los dioses a las divinidades de las ciudades vecinas, a fin de participar en sus fiestas, lo que se realizaba en barca; las fiestas, que pueden calificarse hasta cierto punto de gremiales, durante las cuales las calles se mantenían iluminadas de noche, en tanto que de día la imagen de la deidad recorría todos los barrios de la urbe y sus suburbios, en varias fechas seguidas, y se albergaba, al anochecer, en capillas especiales dispuestas a lo largo del itinerario.
 

La fiesta de Min, dios de la fecundidad, señor de Coptos y del desierto, se celebraba en el primer mes de la estación de hemu, que coincidía con el comienzo de la siega. La descripción que de ella se tiene procede del reinado de Ramsés II y nos permite asistir a la visita que el faraón, en palanquín y acompañado de los príncipes y altos dignatarios, llevaba a cabo al templo del dios.
 
Una vez en éste, el monarca, colocado frente a la estatua, tras una libación, entregaba al dios ofrendas; se ejecutaba un himno bailado y, tras la presentación de los atributos divinos, el faraón se colocaba al frente de la procesión, luego de haberse ceñido la corona del Bajo Egipto. En la comitiva figuraba un toro blanco, que exhibía entre las astas el disco solar. La procesión se ponía en marcha y se detenía varias veces antes de alcanzar el ara del descanso; en las paradas se bailaba otro himno.
 
En el altar del descanso se colocaba la estatua de Min, a la que el faraón presentaba una importante ofrenda, tras lo cual recibía de un dignatario una hoz de cobre y un manojo de cereales con la tierra en que estaban arraigados. El monarca cortaba las espigas por lo alto y las daba al dios mientras se recitaba un himno. La ceremonia concluía con un postrer himno. El rey se despedía del dios, que volvía a su naos, tras recibir nuevas ofrendas. De esta manera se glorificaba la fertilidad del país.
 
La fiesta del Valle principiaba con la sirga de la barca de Amón por medio de comparsas, disfrazados de dioses, y duraba diez días. El faraón salía del palacio con menos esplendor que en la fiesta de Min, pero antes de entrar en el santuario cambiaba su tocado e indumentaria por otros más lujosos. A renglón seguido, en el interior del templo, invitaba al dios a trasladarse a la orilla opuesta del Nilo. Esta ceremonia se relacionaba con el culto de los muertos, en beneficio de los cuales se ofrecía.
 
Otra festividad importante, y además la más popular de todas, era la Hermosa Fiesta de Opet. Se celebraba en los dos meses en que el nivel de la crecida del Nilo llegaba más alto, por lo que las embarcaciones podían navegar con más facilidad, y, lógicamente, los agricultores no podían trabajar en los campos inundados.


 
El templo de Opet era el lugar de partida de la procesión. Los porteadores se encargaban de llevar tanto las barcas portátiles de la familia divina como las mayores, verdaderos templos flotantes, propiedad de Amón, Mut y Jonsu. En éstas, sobre todo en la de Amón, había una gran cámara, precedida de dos obeliscos y de cuatro mástiles con banderolas. Soldados uniformados sirgaban en medio de cantos, gritos, toques de sistros y crótalos hasta el Nilo, donde se formaba una comitiva de embarcaciones de todo porte. Así se llegaba a la meta, el Opet meridional, tras lo cual la flota regresaba al lugar de partida. Esta fiesta duraba un mes y se consagraba a honrar a Amón.
 
La superstición ocupó un puesto destacado en la religión egipcia. La magia no cabía en el culto oficial y ritual de los templos; en cambio, se empleaba con entera libertad en cuanto se refería a las prácticas del culto de los muertos. Su fin era proteger a vivos y difuntos de los peligros debidos a la mala influencia de los espíritus malignos o por completo independientes de la intervención de éstos. Tales peligros se evitaban con el empleo de determinadas fórmulas y oraciones, y el uso de talismanes.
 
La interpretación de los sueños tenía un puesto tan destacado como la determinación de los días fastos y nefastos. Los oráculos se hicieron frecuentes desde el Imperio Nuevo.
 
Una de las causas de la popularidad de los animales sagrados hay que buscarla en la importancia que se concedía a los vaticinios, y la facilidad con que dichos animales zanjaban las cuestiones que se les proponían: bastaba que hicieran caso, por ejemplo, a una llamada del consultante, para que éste creyera en lo satisfactorio de la contestación.
 
Los oráculos más auténticos eran los que pronunciaban los dioses por medio de su estatua: por su modo de balancearse al ser transportada o por la orientación de las andas al ser trasladada fuera del recinto sagrado.
 
 

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