viernes, 24 de agosto de 2018

LAS CASAS DE ETERNIDAD O TUMBAS EGIPCIAS

 
La "casa de eternidad", o sea la tumba, es expresión de las creencias egipcias, gracias al cumplimiento de las cuales el egipcio podía atender a su viaje al más allá con la conciencia tranquila.
 
Pueden considerarse dos clases de tumbas: particular y real u oficial, fácilmente distinguibles una de otra.
 
Las particulares constaban de dos partes distintas. La más esencial fue siempre la cámara funeraria, situada en el fondo de un pozo, al amparo de los saqueos, peligrosos para la supervivencia del difunto. El cadáver de éste descansaba en un sarcófago o urna de piedra casi inviolable, y estaba rodeado de vituallas, pues se creía que el alma de los muertos vivía en el interior del sepulcro, cerca del cuerpo. La segunda parte consistía en una superestructura, cuya fachada tenía el aspecto de un palacio. En el lado meridional de la misma había un nicho, orientado hacia el Nilo. Ambas porciones sepulcrales se comunicaban por una chimenea o, más tarde, por un pozo, que tenía en la parte alta un orificio detrás del nicho. Por él, el alma "salía al día", es decir, al mundo, y también por él se enviaban las ofrendas destinadas al muerto.
 



La descripción de las tumbas reales pertenece a la arqueología y la historia del arte, por lo que aquí nos referiremos por encima a su forma y disposición. Las más antiguas tienen semejanza con los sepulcros privados. A estas estructuras siguió la mastaba (en árabe, "banco"), especie de enorme banqueta de paredes levemente inclinadas, superpuesta a la antigua tumba, cuya capilla se adornó con bajos relieves y pinturas.

La tercera expresión de la tumba egipcia fue la pirámide, tan famosa y conocida, y que tenía por natural complemento un templo adosado a la superficie oriental; el conjunto se concluía por delante por un largo corredor, que descendía al valle, hacia el templo de recepción, donde se celebraban los funerales y el culto diario del faraón muerto.
 
El hipogeo tebano resultó del traslado de la capital a Tebas, es decir, a un terreno que no permitía la edificación de pirámides; por ello, los reyes excavaron en los flancos de los valles sus sepulcros y situaron los templos del servicio fúnebre en el desierto, separados de las cámaras sepulcrales.

La tumba se amueblaba de acuerdo con las posibilidades económicas de su propietario: aparte el sarcófago, se incluía en ella todo género de muebles y enseres (cuya suntuosidad ilustra el sepulcro de Tutankamón), con los que se aspiraba a ofrecer al difunto las mismas comodidades de que había disfrutado en esta vida. Destacaban entre ellos cuatro vasos canópicos (según suelen denominarse erróneamente), destinados a contener los órganos retirados del cuerpo durante la momificación, los cuales se colocaban bajo la advocación de dioses y diosas, como Hapi, Duamutef, etc.
 
Las prácticas de la momificación, bastante rudimentarias hasta principios de la XVIII dinastía, se desarrollaron grandemente en esta época y se prolongaron hasta los Ptolomeos, que adoptaron el sistema más tosco y menos costoso de macerar los cadáveres en asfalto hirviente.
 
El cadáver embalsamado, desprovisto de sus órganos más corruptibles, se identificaba por medio de ritos con Osiris: era un osiris. No se trataba de una identificación mágica ni mística, sino estrictamente jurídica, ya que por ella el muerto compartía los privilegios del dios, quien le protegía de los ataques de los espíritus malignos y de la destrucción.
 
Para mayor seguridad, el sarcófago y ataúd se cubrían de fórmulas e imágenes protectoras. La momia se vestía y ataviaba con vestidos y alhajas, se situaba un ejemplar del Libro de los Muertos entre sus piernas y después se vendaba; finalmente, se aplicaba la máscara a su rostro. El traslado del cadáver a la otra parte del Nilo se hacía con acompañamiento de un cortejo fúnebre, del que formaban parte los parientes y deudos del muerto. Éstos y las plañideras profesionales se dirigían hacia el río con exageradas manifestaciones de dolor. Los seguían servidores con el ajuar que había de amueblar y adornar la tumba.
 
Todos se embarcaban en una flotilla. La barca principal se reservaba para el cadáver; éste era instalado en un catafalco protegido por Isis y Neftis, y un sacerdote cubierto de una piel de pantera quemaba resina e incienso. Las plañideras iban en esta embarcación, y el mobiliario y el resto del cortejo en otras lanchas. En la otra ribera una narria, tirada por vacas, recibía al muerto y las imágenes de Isis y Neftis, y todos llegaban penosamente a la tumba, en la que, tras algunos ritos y ceremonias religiosas y sociales, se procedía al depósito del sarcófago y al arreglo del recinto, hecho lo cual se tapiaba la puerta de éste. El mismo día del entierro se servía un festín en la capilla de la tumba, y así se iniciaba una serie de banquetes funerarios, que los vivos celebraban cerca de los muertos en las grandes fiestas que se efectuaban en la necrópolis.
 
Los egipcios, por diversas razones, pero en especial, como es de suponer, por afecto y respeto, visitaban a menudo los sepulcros. Gracias a ello, podían nutrirse los difuntos, quienes, como se ha apuntado más arriba, requerían comer a diario como los vivos. Así se explica el culto cotidiano de los muertos, practicado desde la antigüedad más remota con ofrendas de panes y libaciones de agua potable, que se llevaban a cabo en la capilla contigua a las tumbas. Con estas oblaciones se pretendía completar los víveres, reales o imitados, que se almacenaban en la cámara funeraria, puesto que el número de éstos era reducido frente a la eternidad de que gozaba el pariente desaparecido.
 
Dada la inmensa muchedumbre de difuntos que albergaban las necrópolis, no bastaba para atenderlos la piedad de los vivos. De varios modos se procuró obviar este inconveniente. Uno de ellos fue , el privilegio real que estableció un servicio regular de ofrendas, el cual duró satisfactoriamente varios siglos; otro el de fundaciones que permitían que los demás difuntos participasen de las ofrendas del templo funerario del rey; otro la autorización que el soberano daba a las personas distinguidas para instalar su estatua en un templo y consagrar ante ella una mesa de oblaciones, gracias a lo cual el alma podía recibir una parte del sacrificio diario; otro apelar a la caridad pública a cambio de la intercesión del difunto cerca de los dioses en favor de quienes se apiadasen de ellos, etc.
 
El recurso más extendido y singular, y asimismo el más económico, para no desamparar a los fallecidos, tuvo carácter mágico y supuso la reaparición de costumbres que la moral refinada y la autoridad de los soberanos habían logrado que desaparecieran. Era bastante decir "Favor que el rey concede" para que se crease en el más allá lo que se pronunciaba en este mundo. De esta suerte se enviaba a los muertos cuanto les era necesario. La recitación de las fórmulas mágicas que empezaban con tal frase, más lo que se deseaba para los muertos, se transformó en un acto de piedad que beneficiaba a éstos, puesto que servía para enmendar la carencia de auténticas ofrendas materiales.
 
 
 

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