viernes, 24 de agosto de 2018

LAS RELIGIONES DE CHINA


El colosal país chino, en cuyo seno nacieron el confucianismo, el taoísmo y numerosas creencias locales, que forjaron de modo casi decisivo el espíritu del pueblo (sin contar con el budismo, de origen foráneo), se caracteriza por una historia dilatada, que se proyectó hacia las naciones occidentales con la apariencia de progresos de índole material, y que influyó en muchas orientales en lo espiritual.
 
Históricamente, el nacimiento de la civilización china se pierde, como suele decirse, en la noche de los tiempos. Las excavaciones arqueológicas han probado la existencia de gentes que evolucionaron, con anterioridad a los períodos históricos y protohistóricos, desde tipos prehumanos hasta los actuales, durante siglos y más siglos. Desde los homínidos hasta la Edad de bronce (2000-1800 a. de J. C.), la prehistoria traza una imagen oscura e inconexa de China.
 
La primera forma de gobierno, imperfectamente conocida, se debe a los Hsia, que dominaron en el valle del rio Hoang-ho desde, aproximadamente, 1994 a 1523, fecha la última que asistió a la aparición de la dinastía Sang (1523-1027 a. de J. C.), la cual se caracteriza por los excelentes objetos de bronce que llegó a elaborar. Los Sang fueron desposeídos y barridos de la escena política por los Chou (1027-256), que tenían la jefatura de un poderoso pueblo de la frontera occidental. Los Chou se establecieron en el noroeste de China y ampliaron considerablemente sus dominios, hasta que el país se fragmentó en numerosos estados feudales. Por fin, la dinastía de los Chin se impuso e inició una clase de gobierno que persistió hasta la Edad Moderna.



El período Chou se considera como la era clásica de China en todas las actividades humanas.

Los Chin (221-207), creadores del primer imperio chino, decayeron hasta el punto de que a la muerte del último de ellos, Sih Huang Ti, el país sufrió cinco años de anarquía. Tras ellos, Liu Chi o Liu Pang estableció la primera dinastía Han (202 a. de J. C. — 9 d. de J. C.), que estuvo en lucha constante con diferentes pueblos fronterizos, tales como los tártaros, los mogoles, los turcos, etc., y ensanchó con altibajos sus estados.

 
Entre el 9 y el 23 d. de J. C. hubo un turbulento interregno, que terminó con el advenimiento de la segunda dinastía Han (25-220), dinastía que, después de pacificar distintas partes del país, se dispuso a recobrar algunas de sus posesiones más distantes, lo que consiguió plenamente. Pero, al cabo de setenta años de gobierno, los Han comenzaron a declinar en medio de intrigas palaciegas. Así, en 220, varias sublevaciones acabaron con la dinastía, que había destacado por sus esfuerzos en pro de la cultura.

Entre 220 y 589 China estuvo dividida en tres reinos, Su, Wei y Wu, gobernados por gentes rivales, y conoció seis dinastías, mientras las tribus del norte y el oeste mermaban sus territorios. Durante esta época el budismo se propagó con gran rapidez y la cultura gozó de magnífico vigor. La inestabilidad política concluyó cuando Yang Chien (589-604) fundó la dinastía Sui (590-618), reunió las partes dispersas del imperio y llevó a cabo campañas de conquista.

 
La sublevación de los turcos orientales terminó con los Sui. Los Tang aprovecharon la ocasión para adueñarse del poder y con ellos, desde 618 a 906, China llegó a uno de los apogeos de su historia: se dividió el país en provincias, se sanearon las instituciones y se atendió a la cultura popular, mientras se mantenían relaciones con los estados circundantes. Puede decirse que los Tang y los Sui destacan por su atención a las artes y las letras.
 
Desaparecidos los Tang, entre otras causas por el empuje de los turcos y las sublevaciones internas, durante cincuenta y tres años hubo cinco dinastías y diez estados independientes. En este período, a la debilidad política correspondió el renacimiento de la literatura y la innovación (lo decimos a modo de anécdota) que significó la costumbre de que las mujeres se vendasen los pies.
 
En los tres siglos siguientes (960-1279), China estuvo dividida. En el centro y el sur gobernaron jefes chinos, y en las demás partes de la nación jefes extranjeros. La dinastía autóctona de los Sung, que reinó en esta época, fue enérgica y hábil, y mantuvo alejado el peligro exterior e interior con diversos procedimientos, en tanto que los estados gobernados por extranjeros se hallaban en una situación que los exponía a los ataques de los mogoles.

 
Las gentes de Mongolia, al mando de Gengis Kan, irrumpieron en los dominios de los Sung y los incorporaron a su vasto imperio. El primer emperador de origen mogol, Kublai, nieto de Gengis Kan, fundó la dinastía Yuan (1260-1368). En esta última fecha, surgió por obra de Chu Yuang-chang la dinastía de los Ming (1368-1644). Su tercer sucesor, Chu Ti, trasladó en 1491 la capital de Nankín a Pekín y acrecentó el prestigio de China con el envío de embajadas a los países vecinos.
 
En los dos siglos siguientes, los europeos empezaron a entrar en relación con China o, por lo menos, en conocimiento directo y constante con ella. Los excesos de la corte de Pekín, mal aconsejada por los eunucos, produjo el descontento general, que degeneró en guerra civil en las primeras décadas del siglo XVII. A consecuencia de este conflicto armado pereció el último de los Ming en 1644.
 
Si políticamente el cuadro general resultaba tenebroso, no ocurría lo mismo en el terreno de la cultura, cuyos límites se ampliaron de forma considerable en muchos sentidos: medicina, música, literatura, ciencia, agricultura, etc. Los jesuitas consiguieron bastantes conversiones durante esta dinastía.
 
Los manchúes invadieron China, tras dar solidez a su dominio en Corea y la Mongolia interior, y fundaron la dinastía de los Ching (1644-1912). Después del período de violencia inicial, hasta cierto punto necesaria para sofocar algunas rebeliones, el imperio gozó de un siglo de paz, que se caracterizó por un postrer y magnífico florecimiento de la cultura indígena. Asimismo, se ensancharon las fronteras, se trabaron relaciones comerciales con Europa y América, a través de los puertos de Cantón y Macao, la población aumentó, rápidamente y prosperaron las artes y demás actividades humanas.
 
El gobierno manchú fue semejante al de los Ming. Incurrió en el error de no hacer caso de las protestas de sus súbditos y de los pueblos sometidos, y no intentó atajar la corrupción general, que excitaba el desprecio de las potencias extranjeras. De todo ello resultó el nacimiento, entre los campesinos, de sociedades secretas antigubernamentales. Así hubo que hacer frente a sublevaciones dentro y fuera de China, en el Asia central, especialmente en el siglo XIX, y en el XX a la de los boxers, que apuntó a desembarazar de extranjeros el territorio chino.
 
Estas experiencias desagradables abrieron los ojos a la dinastía, que introdujo reformas, envió a millares de jóvenes a estudiar al extranjero e incluso procuró democratizar el gobierno; pero sus medidas llegaron tarde y, en 1912, se estableció la República china, por obra sobre todo de Sun Yat-sen. Puede decirse que, desde entonces, China ingresó en la esfera política internacional.
 
 
 

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