miércoles, 15 de agosto de 2018

EGIPTO ANTIGUO: LOS HOMBRES MÁS RELIGIOSOS

 
Décimo Julio Juvenal, dijo irónicamente que los egipcios eran los hombres más religiosos del mundo, pues adoraban incluso a las cebollas de sus huertos. Se trata desde luego de una sátira y, por lo tanto, contiene una exageración; no obstante, el comentario se basa en la realidad observada. Por ello, es menester decir unas cuantas palabras sobre el culto egipcio y sus ceremonias.
 
Se creía en Egipto que cuanto encierra el universo pertenecía a los dioses. Éstos eran fuente de prosperidad, conocedores de los deseos de los humanos y dispuestos a intervenir en su favor llegado el caso. La seguridad en ello, aunque a veces producía aberraciones de interpretación y de egoísmo, no incitaba a afanes irrazonables; generalmente, las súplicas dirigidas a las deidades se resumían en pedir habilidad en el desempeño de las funciones terrenas, la salvación futura y la perduración en la otra vida.
 
La piedad se mantenía con el respeto de principios tales como no robar, no desobedecer las disposiciones divinas, etc.
 

La veneración religiosa se centraba en edificios consagrados, los templos, cuya erección y cuidado merecía la atención de los faraones, que en ellos gastaban inmensas riquezas. El templo en Egipto era el palacio del dios; por ser tal, no estaba a disposición del pueblo para celebrar los sacrificios o reuniones de carácter edificante, como suele ocurrir en las demás religiones. No podía entrar cualquiera en él. De aquí que estuviera rodeado de una muralla de adobes, dentro de la cual se hallaba el conjunto de edificios sacros.

Las puertas de acceso se encontraban protegidas por pilonos o torres. Más allá de los pilonos, había un patio rodeado de pórticos, al fondo del cual un declive conducía a una galería de columnas, que ocupaba el ancho del patio. En el centro de ella una puerta daba a una sala de pilares (sala hipóstila), a la que seguían un vestíbulo y el santuario, estrecho y totalmente a oscuras, flanqueado por las capillas de los dioses secundarios.
 
El templo era como la quinta de un gran señor, con jardines, un lago sagrado, depósitos y viviendas. El conjunto parecía una ciudad en miniatura, en la que había artesanos, agricultores y todo género de funcionarios. Los dos primeros tipos de empleados no eran religiosos.
 
El sacerdocio consistía en una jerarquía especial. Los sacerdotes eran casi siempre hijos de sacerdotes, que estudiaban para adquirir los conocimientos especiales que el cargo demandaba, además de la lectura y escritura, cuanto concernía a la liturgia, o sea las leyendas de los dioses, sus títulos, epítetos, atributos e imágenes. Probaban su saber en este terreno por medio de un examen. Aprobado éste, el estudiante se convertía en sacerdote: era bañado, afeitado y perfumado, y se revestía de los ornamentos sagrados antes de entrar en el santuario.
 
La nomenclatura de los sacerdotes varía según el culto a que pertenecieran; sus títulos más corrientes eran hem neter, it neter y wabu. El sacerdocio de Amón estaba mandado por cuatro hemu neteru, en On existía el ur maa y el sem tenía gran importancia en esta misma población y en Menfis.


 
El culto tenía carácter particular. Se ha de recordar, para entenderlo, que los templos eran por su naturaleza un dominio señorial y, además, que las ceremonias religiosas suponían un acto secreto, en el que no intervenía el pueblo y se realizaba en pleno aislamiento. Dada la índole del templo, como propiedad privada, de la misma manera que un noble egipcio impedía que la gente entrara en su mansión, el dios reservaba el acceso al templo a sus familiares (el faraón y sus parientes), quienes obraban como si no quisieran interferirse en su existencia. Es decir, el culto era sencillo e intervenía en él un corto número de personas. Correspondía dirigirlo en principio al faraón, dada su categoría de hijo del dios, pero se encargaban de él los sacerdotes, bajo la dirección de uno superior, los cuales se relevaban mensualmente.
 
El rito se iniciaba por la mañana. El sacerdote de turno se purificaba y se adentraba por el templo, sumido en la oscuridad, a pesar de que el sol estuviera ya alto. Encendía las lámparas, llenaba el incensario y le prendía fuego para que el aroma hinchiera de olor agradable todo el recinto, mientras avanzaba hacia el santuario. Se dirigía a la naos que contenía la estatua de madera dorada de la deidad venerada en el lugar. La puerta de la cámara estaba cerrada. Rompía el sello puesto sobre los cerrojos por su colega de la víspera, al terminar el último servicio, descorría aquéllos y abría los batientes de par en par de modo que se viera sin obstáculos la imagen divina. Ésta estaba dormida, inerte, porque el dios no había descendido aún hasta ella.

El sacerdote se prosternaba, vertía ungüentos sobre la estatua, la envolvía en humo de incienso y recitaba un himno de adoración. Después la abrazaba. Este gesto cariñoso, como el del hijo que despierta al padre, desvelaba al dios y conseguía que bajara a la imagen su alma divina. Todo estaba dispuesto para que el culto comenzara.

 
El dios era sacado de la naos y el oficiante cuidaba de su tocado como si se tratase de un ser vivo de sangre real: lo lavaba, vestía y cubría de joyas con la colaboración de unos acólitos, hecho lo cual lo perfumaba y pintaba.
 
Se devolvía entonces la imagen a la naos y se le ofrecía una comida matinal, consistente en una oblación de panes, carne, legumbres, frutas y distintas bebidas, sobre los que el sacerdote enarbolaba una maza para consagrarlos, "sacrificarlos", místicamente. Los manjares se retiraban o eran consumidos por el fuego; en el primer caso, se destinaban a satisfacer las necesidades del templo y de los sacerdotes, a quienes el faraón había concedido una renta destinada a la adquisición de los alimentos sagrados.
 
A continuación, la estatua se desnudaba y se purificaba con natrón (carbonato sódico), agua e incienso; se cerraba la naos y se ponía el sello sobre los cerrojos. El sacerdote retrocedía de espaldas y borraba en la fina arena que cubría las losas las huellas de sus pasos.
 
Este ceremonial se repetía varias veces al día, tanto en lo que se refería a la deidad principal como a las secundarias, que tenían sus capillas alrededor del santuario.
 
El pueblo entraba a lo más en el patio del templo en determinados días festivos y debía contentarse en los demás casos con adorar las imágenes esculpidas en los muros del lugar sagrado, las existentes en los domicilios particulares o las que poseían los gremios y cofradías.
 
 
 
 

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