viernes, 1 de junio de 2018

LOS DRUIDAS


Curiosísimo es  el cuadro que de las costumbres y las supersticiones de los galos nos ha legado Julio César en sus magníficos Comentarios. No encontró en toda la Galia sino dos clases de hombres que gozasen de alguna consideración y eran la de los druidas (nombre que quería decir hombres de las encinas) y la de los caballeros.
 
Los primeros, como ministros de las cosas divinas, tenían a su cargo los sacrificios públicos y particulares y eran los intérpretes de las doctrinas religiosas. Gozaban por esto de un crédito inmenso que llevaba a la juventud a solicitar sus luces con sumisión respetuosa.
 
Estos sacerdotes dirimían casi todos los litigios públicos y privados, castigando con la prohibición de los sacrificios a aquellos que se negaban a someterse a su autoridad. El que incurría en este anatema inspiraba tal horror a sus conciudadanos, que todos huían su trato, se les negaba la apelación a la justicia y toda distinción honorífica.
 
Esos druidas tenían un presidente o pontífice cuya autoridad era ilimitada. A su muerte le sucedía el más eminente en dignidad y si eran varios los aspirantes lo elegían sus compañeros, no sin ensangrentar algunas veces la ceremonia con las armas.
 
En cierta época del año se reunían en un sitio consagrado en la frontera del país de los Carnutos (o país de Chartres) que se consideraba como el punto central de toda la Galia. Allí acudían de todas partes los que tenían pendiente algún litigio, sometiéndolo al fallo de los druidas.


César creía que la doctrina de estos era originaria de la Bretaña, fundándose en que los que deseaban en su tiempo estudiarla a fondo iban para ello a esa isla.
 
Los druidas no iban a la guerra, ni pagaban ninguno de los tributos impuestos a las otras clases, lo cual hacia que muchos galos, seducidos por tan exorbitantes privilegios, acudiesen a ellos para ingresar en una clase tan favorecida.

Al principio les hacían pasar algunos años estudiando de memoria muchos versos conservados por la tradición oral y que no era lícito poner por escrito. Una de las creencias que con más empeño inculcaban en el ánimo del pueblo, era la de la inmortalidad del alma; pero en la inteligencia de que esta, después de la muerte del individuo, pasaba a animar otro cuerpo, teoría que, como hace observar el insigne capitán, no podía menos de ser muy eficaz para inspirar arrojo a los hombres, haciéndoles mirar la muerte como cosa de poco momento.

Eran los galos excesivamente supersticiosos. Los que se sentían atacados de una grave enfermedad y los que vivían rodeados de los peligros de la guerra inmolaban o hacían voto de inmolar víctimas humanas, sirviéndose para estos sacrificios del ministerio de los druidas. A su juicio, solo la vida de un hombre puede rescatar la de su semejante y partiendo de este principio, habían instituido sacrificios públicos de esta clase.


A veces se servían en ellos de unos maniquíes inmensos de mimbres, en los cuales encerraban las víctimas y les pegaban fuego, haciéndolas morir en los agudos tormentos de la hoguera. Creían que el suplicio de los criminales era singularmente grato a la Divinidad y por consiguiente los reservaban para estos casos; pero cuando no había ningún criminal que ajusticiar, sacrificaban a inocentes, juzgando hacer con ello un acto muy meritorio y acepto a sus dioses.

Tácito cuenta, a propósito de estas tribus, una escena fantástica que fue el preludio de una gran derrota para las armas romanas:
 
Un general de mucho mérito del tiempo de Nerón, ansioso por vengar un desastre que las legiones habían sufrido en Bretaña, resolvió atacar la isla de Mona, centro de los más valerosos y decididos guerreros enemigos, e hizo construir unas navecillas a propósito para desembarcar su ejército en aquellas playas tan desiguales y poco conocidas; pero vio al llegar que en la orilla hormigueaba una inmensa muchedumbre de guerreros, entre los cuales corrían desatadas, a manera de furias, unas mujeres de siniestro talante, suelta la cabellera y blandiendo con feroz ademán encendidas antorchas. Acá y acullá se veía a los druidas con las manos levantadas y dirigiendo bárbaras imprecaciones contra el ejército invasor.
 
La singularidad de este espectáculo impresionó de tal manera a los romanos, que quedaron petrificados de terror, no acertando a defenderse del enemigo que impetuosamente les embestía por todas partes. Con todo, la voz de su general les sacó de su estupor y avergonzados de temblar ante una turba de mujeres y sacerdotes, rompieron aquella multitud qué se les ponía delante y la ahuyentaron, elevando en aquel sitio una fortaleza y destruyendo los bosques consagrados por la superstición y en los cuales se regaban los altares con la sangre de los cautivos y se consultaban como oráculos las entrañas humanas. Pero en medio de la embriaguez de tan caro triunfo, recibió Suetonio Paulino la desagradable nueva de que los bretones acababan de sublevarse en masa.

En su descripción de las costumbres de los germanos cuéntanos el mismo autor que cuando estos empezaban á flaquear en la batalla ante la superioridad del enemigo, las mujeres les obligaban á volver atrás, amenazándoles con entregarse al ejército contrario. Por esta razón, cuando los romanos querían asegurarse de la sumisión de aquellos pueblos, empezaban por exigir que les entregasen en rehenes algunas jóvenes de las principales familias.

Había en las Galias dos religiones, una popular, toda superstición, y que no era en suma sino un bárbaro naturalismo, y otra que tributaba culto a una inteligencia eterna e infinita, creadora del universo y de los dioses subalternos. Era allí sagrado el huevo y lo ponían en la boca de la serpiente, como los egipcios en la boca de Cnef. Es curioso que tantas naciones situadas en tan diversas latitudes hayan coincidido en esta veneración al huevo.

Acostumbrados á morar en la inmensa espesura de los bosques que se extendían en gran parte de Europa y de Asia, llevando una vida nómada y guerrera, se acostumbraron los galos a la contemplación de los grandes cuadros de la naturaleza que templaban su espíritu, a la vida frugal y agitada que vigorizaba su cuerpo, y sobre todo, a prescindir de aquellas comodidades cuyo aumento se ensalza como un progreso y se deplora como una causa de indeclinable enervamiento.

Sus moradas eran las chozas toscamente construidas junto a las altas peñas, sus basílicas aquellas selvas seculares cuyos añosos y copudos árboles apenas dejaban penetrar los rayos del sol hasta el dolmen, rústico altar de colosales peñascos donde celebraban sus sangrientos sacrificios.

En estos y por la observación de los astros y de los fenómenos meteorológicos, predecían lo venidero aquellas veneradas druidesas cubiertas con una blanca túnica, símbolo de inocencia y para las más de ellas de virginidad, y no engalanadas sino con un simple ceñidor de metal.

Al llevar a su presencia un prisionero, le recibían en corporación, descalzas y espada en mano; se adelantaba luego la principal de ellas y le hundía un puñal en el pecho, sacando un augurio de la forma en que saltaba la sangre de la víctima. Luego se apoderaban de esta las demás druidesas y abriéndola el vientre, buscaban un oráculo en sus entrañas como los griegos y los romanos en las de los toros y los carneros. Allí todo tenia el carácter de una barbarie imponente y grandiosa.

Los bardos, poetas religiosos y guerreros a un tiempo, cantaban los misterios de la naturaleza, las alabanzas de los dioses y las heroicas hazañas de los antepasados; pero los druidas y las druidesas, con la gravedad de su apostura, el horror de sus sacrificios y la profética exaltación de su genio, inspiraban a aquellos pueblos tan sencillos como terribles en su rudeza una veneración incomparable.

Cada año al llegar la primavera, celebraban los druidas su asamblea como alto tribunal de justicia; mas antes de empezar las deliberaciones de este senado político y jurídico a la vez, se celebraba una ceremonia por todo extremo característica.

Se cortaba con una hoz de oro el muérdago, excrecencia o planta parásita que solo crece en las encinas más de treinta años, a la cual atribula el galo maravillosas virtudes para curar toda suerte de enfermedades; se recogía en un blanco velo y se distribuía a pedazos a todos los jefes de familia. Cada uno de estos ponía el suyo en un jarro lleno de agua pura, creyendo que esta había de sanar a todos los suyos por grave que fuese la dolencia que les atacase.

 

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