domingo, 17 de junio de 2018

EL MITO COSMOLÓGICO Y LOS RITOS FUNERARIOS


 
Este mito nace de la idea de que el Ser Supremo, en su inaccesibilidad, delega sus funciones creadoras en subordinados.
 
Este tipo de mitología entraña la representación de un drama, de acciones y cantos que han de ser inmutables para que tengan eficacia, pues son el remedo exacto de los que legaron los dioses. Se trata de renovar y de infundir vida al orden existente de cosas por medio de la liberación de la energía que hay en la fuente original del mundo.

El mito de las estaciones es propio de las comunidades agrícolas. Su base consiste en la noción de que se ha de conservar la sucesión de las estaciones, en el orden prescrito, a fin de que la naturaleza conserve la vitalidad que produce los frutos de la tierra. En el mito se repiten las palabras y métodos que se supone que empleó el Creador, por medio de las cuales se mantiene el proceso de fertilidad que cobró impulso en la época primigenia.

Por lo regular, sobre todo en el Próximo Oriente antiguo, donde existe gran riqueza de este género de mito, el drama estriba en la lucha de los dioses benéficos con las fuerzas maléficas, por ejemplo, el ciclo de Tammuz, el de Marduk, Aliyán, Osiris, etc.

De todo lo anterior se desprende que el mito y el ritual están íntimamente unidos, pues para que aquél sea eficaz, éste ha de cumplir con exactitud determinados actos y repetir de modo puntual ciertas palabras, única forma de que el mito alcance el grande y permanente significado que tiene en la organización religiosa, ética y social del grupo étnico.
 

La sociedad primitiva (y las que no lo son) tiene un elemento por demás estable: la desaparición del hombre de este mundo, el paso de la vida a la muerte, o de la muerte a la vida. Así como hay que asegurar el normal curso de las estaciones, así hay que procurar que el paso de la vida terrena a la que aguarda más allá de la tumba ocurra con todas las garantías de seguridad. La felicidad del tránsito se logra gracias al cumplimiento de ritos que proporcionen al difunto una nueva energía revitalizadora. Al ritual se debe, por lo tanto, la condición de los muertos en su nueva existencia.
 
Dado que si el hombre ha de gozar de ventura en el más allá, se han de cumplir determinados requisitos, lógico es que se tema no ser sepultado o carecer de un funeral adecuado. Las ceremonias fúnebres equivalen a un rito de iniciación, que equipa de lo imprescindible (por lo menos) para enfrentarse con situaciones distintas de las presentes.
 
Para alcanzar la inmortalidad de la manera requerida, se efectúan una serie de operaciones mágicas y mecánicas, en unos casos, como en Egipto con la momificación; en otros, se recurre a la cremación, porque el fuego goza de fuerza espiritualizadora y libera la esencia vital; en otros, si hubo fallecimiento prematuro o muerte violenta, se utiliza la mutilación del cadáver, se esgrimen armas para asustar a los fantasmas, los parientes se disfrazan, etc.
 
El miedo que revelan, tanto en sentido positivo como negativo, estos y otros ritos, destinados a ahuyentar el espíritu del difunto y evitar el contagio de sus restos, tiene en el fondo una raíz más profunda. El muerto viene a ser un objeto sagrado, oscila entre lo bueno y lo malo, es semidiós y semidiablo, y, por consiguiente, merece respeto, temor y reverencia.

Incluso una mente tan concreta como la de los pueblos primitivos ha sido capaz de reunir como fundamentales unas cuantas doctrinas sobre la realidad, doctrinas que revelan un esfuerzo de abstracción. Por ellas saben la gran importancia que tienen para el grupo social la alimentación, el sexo y la muerte.

 
El alimento y la procreación son beneficios que la Providencia concede al mundo para que continúe existiendo. La Providencia representa el Dios universal, de quien proceden las misteriosas fuerzas de la nutrición y la propagación de la especie, y por ello merece una reverente actitud, que se resuelve en un ritual organizado, por el cual se intenta establecer lazos entre el hombre y la fuente de los medios de subsistencia.

 
La voluntad de pervivir se manifiesta en una intensa necesidad de prole. Una y otra se suman en el estímulo y la defensa de la fecundidad, lo que implica la represión de los instintos antisociales. Si caben dudas acerca de la paternidad, no puede decirse lo mismo de la maternidad, que siempre es indiscutible. He aquí por qué, entre los primitivos, surgieron dos tabúes fundamentales alrededor de la madre: el temor al incesto y el miedo a verter la sangre de un pariente, que cristalizan en normas para defender el matrimonio y crear un hogar sólido.
 
La familia y la subordinación de los anárquicos deseos individuales al bien común son obra de la Providencia. El hombre ha de destruir para supervivir, es decir, destruye especies animales, más fuertes y más sabias que él, animadas del mismo principio vital. Matarlas equivale a asesinar a un pariente; es una anomalía que quebranta un tabú. Pero, obligado a ello por el hambre, tiene que hacerlo en ocasiones. Por ello, la víctima es admirada y venerada después de su muerte, y comida ritualmente con expresiones de pesar.
 
 
 

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