Según los germanos, Odín enviaba a sus walkirias o vírgenes celestes (las apsaras de los indios) a elegir entre los guerreros tendidos en el campo de batalla a los que debían subir al Valhalla o paraíso de los valientes, mansión de eterna felicidad, en la cual los elegidos gozan de inefables delicias, comiendo y bebiendo sin tasa y librando entre sí por vía de distracción tremendos combates.
El nifleim, o infierno, es un lugar inmensísimo y sumido en lóbrega y perpetua noche, donde se hallan relegados los malos, sin otro tormento que el de las eternas tinieblas. Véase como se quiera, no deja de ser notabilísima esa concordancia de todos los pueblos en un punto tan importante como el de la sanción de la eterna justicia en lo infinito del tiempo. Los germanos ponían una moneda en la boca de los difuntos, como los griegos y los romanos, para que pagasen su pasaje al barquero que debía conducir sus almas al otro mundo.
En medio de todo, esos germanos del Norte gozaban de una singular despreocupación debida a la excesiva confianza que tenían en su propio valor.
Los héroes de sus leyendas no temían, como suele decirse, ni a Dios ni al diablo, pues así se batían con las más altas deidades de su Olimpo como con los semidioses, los gigantes, los monstruos, los espectros y los vestiglos de todo linaje y catadura, jactándose de que ninguno de esos seres extraordinarios había logrado poner espanto en sus corazones.
Ese tipo fantástico es el héroe de los futuros libros de caballerías, tema inagotable de tantas sátiras en los siglos positivos que ya no se han conmovido con el relato de esas inverosímiles proezas. Con todo hay que confesar que ellas nos pintan unos pueblos dotados de indomable bravura y que atentos solamente a desarrollarla y hacerla prevalecer sobre la tierra, la hablan convertido en su única religión, sustituyendo con ella todas las deidades del cielo.
Había dos príncipes o caudillos norsos que se hablan unido fraternalmente, prometiéndose no solo firme amistad y constante apoyo en cuantas aventuras tentasen en su vida, sino obligándose además solemnemente a descender el que de ellos sobreviviese a la tumba del otro para que a su lado le enterrasen.
El uno de ellos, llamado Asueito fue muerto en una batalla y su compañero Asmundo, fiel a la palabra empeñada, se presentó para que le enterraran junto al cadáver a la usanza de la época, esto es, en un sepulcro que debía cubrirse con tierra.
Se pusieron en la tumba varias armas y trofeos, luego los dos corceles de ambos guerreros y por último el cadáver de Asueito, a cuyo lado se sentó Asmundo sin proferir una palabra, ni dar la más leve muestra de pesadumbre por tener que cumplir su fatal compromiso.
Los soldados que habían presenciado este singular entierro cerraron la entrada del sepulcro con una gran losa y luego amontonaron encima de ella una inmensa cantidad de tierra y piedras, formando un collado artificial que podía descubrirse a muy larga distancia.
Después, profiriendo grandes lamentos por la pérdida de tan intrépidos caudillos, se dispersaron como un rebaño que hubiese perdido su pastor.
Trascurrieron tras esto muchos años, hasta que al cabo de un siglo un caballero errante sueco que iba en busca de aventuras, acertó a pasar con una escolta de valerosos guerreros por aquel valle al cual había dado nombre la tumba de los dos hermanos de armas.
Le relataron esta historia y no bien la hubo oído cuando concibió vivísimos deseos de abrir el sepulcro, ya fuese por considerar como una heroicidad digna de su arrojo el arrostrarla indignación de aquellos guerreros violando su tumba, o porque quisiese apoderarse de las armas que los dos campeones habían hecho célebres con sus proezas.
Mandó a su escolta que abriese una brecha en aquel montón de piedras cubiertas de maleza; pero los más valerosos retrocedieron horrorizados cuando en vez del silencio de la tumba oyeron en el interior unos gritos espantosos y un gran rumor de armas.
Hicieron bajar a un joven guerrero al fondo del subterráneo, atándolo a una cuerda; mas cuando lo retiraron, ansiosos de saber la causa de tal estrépito, vieron con asombro que en vez de subir su compañero acababa de ascender el mismísimo Asmundo sable en mano, con la armadura medio destrozada y la mejilla izquierda llena de sangre como si se la hubiese arañado algún animal dañino.
Entonces relató que, apenas cerrado el sepulcro, se había alzado el cuerpo del difunto Asueito como a impulsos de un hambre ferocísima y después de despedazar y devorar los dos caballos, se le había echado encima para devorarlo también, sin tener en cuenta la heroica prueba de cariño que Asmundo acababa de darle.
Este, lejos de desconcertarse por tan horrorosa situación, se defendió con denuedo, luchando por espacio de un siglo contra el maligno espíritu que se había introducido en el cuerpo de su difunto amigo, hasta que logrando derribarlo lo traspasó con un chuzo, clavándolo en el suelo.
Cuando hubo contado el relato de tan singular y fantástica pelea, el vencedor cayó muerto a su vez ante sus absortos oyentes. Estos retiraron entonces del sepulcro el cuerpo de Asueito, lo quemaron y aventaron sus cenizas, volviendo a dejar en la tumba el cadáver del valeroso Asmundo.
W. Scott hace notar que estas precauciones tomadas para impedir una segunda resurrección de Asueito recuerda las que se adoptaron en las islas griegas y en las provincias turcas contra los vampiros y que también puede verse en este acto el origen de la antigua ley inglesa contra los suicidas, la cual ordenaba que se les atravesase el cuerpo con una estaca, lo cual iba encaminado a que hubiesen de permanecer tranquilos en la tumba.
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