La época neolítica, que pone los cimientos de nuestra actual civilización, es más rica en descubrimientos de naturaleza religiosa. El hombre neolítico está organizado socialmente, es agricultor o pastor y efectúa constantemente nuevos descubrimientos útiles; vive en aldeas y reserva a menudo las cuevas para fines de inhumación.
El Neolítico se caracteriza por dos hechos fundamentales: el magnífico pulimento de la piedra, que rinde instrumentos muy eficaces y bellos, y la erección de grandes estructuras pétreas de destino sepulcral o, en algún caso (Jericó), civil.
El Neolítico duró más tiempo en Europa que en el Próximo Oriente, en el que, sin embargo, ofrece más matices. Antes de referirnos a sus interesantes consecuciones en el último, resumiremos los datos que la arqueología proporciona acerca de la religión neolítica en las culturas europeas. Todos apuntan a la existencia de un culto religioso desarrollado. Por analogía, cabe inferir que las creencias del hombre de entonces serían muy semejantes a las de los pueblos primitivos actuales que están aún en la Edad de Piedra.
La disposición de las tumbas revela el culto a los muertos y los detalles de la inhumación, la fe en la supervivencia del alma. El cadáver se colocaba en el sepulcro con las piernas dobladas sobre el pecho o se ponía de lado, con una mano debajo de la cabeza, actitud de reposo, como si fuera a despertar de un momento a otro a una nueva existencia.
La disposición de las tumbas revela el culto a los muertos y los detalles de la inhumación, la fe en la supervivencia del alma. El cadáver se colocaba en el sepulcro con las piernas dobladas sobre el pecho o se ponía de lado, con una mano debajo de la cabeza, actitud de reposo, como si fuera a despertar de un momento a otro a una nueva existencia.
La trepanación de las calaveras no es infrecuente, lo cual prueba una fe animista. Se rodeaba al muerto de los objetos que había utilizado cuando vivía, y que podían serle útiles en el más allá, y la creencia en la magia se destaca con la presencia en la tumba de amuletos y talismanes, con los que había alejada a los malos espíritus durante su existencia, y con los que esperaba conseguir su favor por lo menos en su fúnebre descanso.
Delata la fe en la supervivencia del alma el proceso de descarnamiento que muestran algunos cadáveres y la máscara fúnebre, o vestigios de pintura, observados en los cráneos. De ello se infiere que se practicaba una segunda inhumación, una vez el cadáver se había descarnado, y así lo demuestran las cajas mortuorias, o cistas, de tamaño más reducido que el humano, en las que los huesos se colocaban una vez estaban limpios de carne.
Como este proceso de descarnadura no es general, es posible creer que las diferencias terrenas, según el hombre neolítico, se prolongaban en el más allá. En éste, por lo tanto, no todos los seres eran iguales.
Los monumentos megalíticos, y un creciente antropomorfismo, prueban, en opinión de algunos especialistas, la organización de un culto superior.
El resto de las creencias neolíticas se induce de la comparación con las de los pueblos primitivos de la actualidad, que se hallan en análoga fase de cultura: culto naturalista de las grandes fuerzas de la naturaleza; culto de rocas, árboles y animales, y creencia en un Ser Supremo.
Por igual motivo de paralelismo, se debe aceptar que, en el Neolítico, el hombre llevaría a cabo ritos y ceremonias de carácter sacro, tales como danzas, pruebas iniciáticas, cantos y músicas.
Jericó, en el Próximo Oriente, es el primer centro "urbano" en una época que se denomina "Neolítico precerámico". Mientras la mayor parte del mundo vivía aún en cabañas, los jericuntinos habitaban en una ciudad, protegida por una enorme muralla defensiva, con una (y tal vez más) torre redonda con un pasadizo interior, y el conjunto ceñido por un foso. Jericó parece haber sido la inventora del comercio en gran escala, pues en ella se encuentran elementos y materias de regiones muy distantes de Palestina.
Un descubrimiento muy interesante hecho en Jericó es la abundancia de cráneos estucados, con conchas coloreadas en los ojos y el cráneo ornamentado con pintura. El estucado es un elemento nuevo, que hoy está difundido entre los pueblos primitivos, sobre todo en la Melanesia, y del que Jericó ofrece el ejemplo más antiguo.
En un posible santuario, se hallaron estatuas de seres humanos. Las mejor conservadas son las de un hombre, una mujer y un niño, de tamaño casi natural, modeladas con la aplicación de una pasta de caliza a una especie de esqueleto de juncos. Vistos de frente tienen proporciones normales y de perfil son muy delgados; conchas ocupan el lugar de los ojos y las estatuas estaban pintadas de rojo. Se han encontrado otras obras plásticas semejantes, aunque más estilizadas, en el mismo lugar.
El templo carecía externa e internamente de utensilios domésticos, pero había en él múltiples figurillas de vacas, corderos, cabras, etc., así como reproducciones de órganos masculinos. Estos últimos ya se encuentran en el natufiense y prueban el culto del falo, o de la fecundidad, en Palestina desde época bastante remota. Jericó proporciona signos inconfundibles de un culto religioso bien evolucionado.
La última gran manifestación de la Edad de Piedra es la cultura megalítica propia del oeste y el norte de Europa (donde sobrevivió hasta el III milenio a. de J. C.) y del Próximo Oriente, donde perduró hasta el Calcolítico.
La última gran manifestación de la Edad de Piedra es la cultura megalítica propia del oeste y el norte de Europa (donde sobrevivió hasta el III milenio a. de J. C.) y del Próximo Oriente, donde perduró hasta el Calcolítico.
No se trata de una cultura, en realidad, sino de una manifestación del arte sepulcral. Los difuntos no se enterraban exclusivamente en la tierra, subterráneos o cavernas; en ocasiones, se erigían construcciones formadas de enormes piedras, cuya disposición tendía a imitar, con más o menos fortuna, el trazo de las cuevas.
Hay tres tipos de esta clase de monumentos: dólmenes, menhires y cromlechs.
El dolmen ("mesa de piedra", en bretón) consiste en esencia en una serie de pesadas losas dispuestas verticalmente, de modo que formen las paredes de una cámara, galería o sucesión de recintos, que se techaban con piedras descomunales. El conjunto solía recubrirse con fragmentos de roca o tierra, lo que le daba la apariencia de un túmulo.
Los menhires, que encierran cierta semejanza con los dólmenes, son hileras de grandes piedras verticales, cuya altura oscila entre los dos y los veinte metros. A veces se colocaban en filas paralelas de gran longitud, llamadas alignements; si adoptaban el trazado de círculo, reciben el nombre de cromlechs.
Quizá el más famoso campo de megalitos sea el de Stonehenge (Inglaterra); también es muy conocido el de Carnac (Bretaña), y el de Avebury, el mayor de Gran Bretaña, constituido por tres grandes círculos megalíticos.
En ciertos casos se practicaba en los dólmenes una abertura lateral, que tal vez sirviera para facilitar la entrada al espíritu del difunto o para ofrecer alimentos al muerto. Si es casi indiscutible que el grupo de Stonehenge era un santuario, es dudoso, en cambio, el significado de los menhires, aunque apenas pueda ponerse en tela de juicio su valor de objetos destinados al culto.
Caracteriza a los megalitos la ausencia de cerámica, esculturas y adornos tallados, así como la escasez de ofrendas. Puede decirse de modo general que este género de monumentos representa, cuando menos, el límite de un territorio sagrado; pero no hay bastantes datos para definir la religión de sus constructores, y lo único que puede afirmarse es la importancia que concedían a la otra vida.
Se acepta que fueron pueblos pastores de diferentes razas y se rechaza la noción de una raza "megalítica".
Megalitos, sobre todo dólmenes, se hallan en muchos puntos de Eurasia. Es posible demostrar que la mayoría pertenece cronológicamente al Neolítico, aunque en el Próximo Oriente durasen, con degeneración de sus dimensiones, hasta el Calcolítico.
En el noroeste de Europa se datan entre el V y el III milenio a. de J. C., y el complejo de Stonehenge en el II. Se ha presentado la hipótesis, no comprobada por falta de datos, de que las mastabas y pirámides egipcias proceden por derivación de los monumentos megalíticos.
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