Homero habla en su Ilíada del viaje anual que los dioses hacían desde el Olimpo a Etiopia; más se ha hecho observar muy oportunamente que las naciones antiguas designaron con este nombre así a África oriental. Sea como sea, los egipcios conocieron como los orientales el sistema de castas, dividiéndose en las de sacerdotes, guerreros, labradores y comerciantes y la grande influencia que tuvo entre ellos la primera recuerda hasta cierto punto el poder exorbitante que tuvieron en Etiopia los sacerdotes, poder que rayaba, según se ha dicho, en verdadero despotismo.
En Egipto tenían la pretensión de haber recibido de Isis la tercera parte del territorio y la misión de custodiar el tesoro de las verdades científicas, lo cual unido a su poderosa organización, en cuya virtud estaban todos adscritos a determinados templos formando corporaciones constituidas jerárquicamente bajo la presidencia de un pontífice hereditario, les aseguraba el predominio en aquella sociedad en donde hasta el mismo poder real estaba a ellos subordinado.
Sus colegios tenían suma autoridad y a ellos iban todos a consultar acerca de los casos arduos y trascendentales, sobre todo a los de Menfis, Tebas y Heliópolis.
Vivían con excesiva austeridad; pero solo ellos y el rey bebían vino y no pagando contribución alguna por sus tierras cobraban el diezmo de las demás.
Su pontífice supremo era la primera dignidad de la nación después del monarca y constituían el Tribunal Supremo del Estado, cuyos magistrados juraban al tomar posesión de sus cargos no ceder ni al mismo rey para consumar una injusticia y reglamentaban la existencia de éste aun en los actos más insignificantes y minuciosos.
En suma, eran en una pieza consejeros áulicos del monarca, magistrados supremos, custodios de los archivos y anales públicos e inspectores de la moneda y sabemos por Plutarco que, como si todo esto no fuese bastante aún, se elegían los reyes en la casta sacerdotal o la guerrera, en la inteligencia de que cuando se tomaban de esta no podían ser coronados hasta que se les había admitido en aquella por medio de la solemne ceremonia religiosa de la iniciación. Algo tenia de teocrática la antigua sociedad egipcia dirigida por aquella casta sacerdotal, cuya superioridad de ilustración no nos es dable poner en duda cuando vemos que por espacio de tantos siglos conservó incólume su prestigio y su gran poder exclusivamente basado en la fuerza moral.
Esa casta conservó con religioso celo, no solo sus privilegios, sino la limpieza de su sangre. Las familias de la tribu se enlazaban tan solo entre sí, instruyendo a sus hijos en todas las artes y ciencias y consagrando a sus hijas al servicio de los templos.
Porfirio, que como Herodoto, Diodoro de Sicilia, Plutarco, Apolonio de Tiana y Jámblico estudió con algún detenimiento las costumbres de esa nación, habla de los magos egipcios con grande entusiasmo, diciendo que dedicaban toda su existencia al estudio y al servicio de la Divinidad y se granjeaban la veneración de los pueblos por su gravedad, su modestia, su sencillez, su frugalidad y el especial cuidado con que procuraban conservar el prestigio de su clase, no mezclándose con las demás sino hasta donde podían hacerlo sin que la excesiva familiaridad engendrase el menosprecio.
Tenían especial empeño en conservar la virtud de la frugalidad, proclamando que sin ella no era posible que estuviese bien sano el cuerpo ni claro y despejado el entendimiento, ni tranquilos en los límites de la honestidad los sentidos, por lo cual, aunque no les estaba vedado beber vino, la mayor parte de ellos no lo cataban sino muy raras veces.
Al aproximarse las más señaladas festividades del año, se imponían una temporada de mortificación y penitencia, especie de cuaresma, que a veces duraba más de cinco semanas y que pasaban reclusos en estrechas celdas, privándose, como los trapenses, de toda conversación y de todo condimento.
Como los persas, los babilonios y otros pueblos orientales comprendieron la necesidad de restituir el vigor a la musculatura debilitada por el excesivo calor del clima, y con este objeto diariamente tomaban tres baños de agua fría: por la mañana al levantarse, en la mitad del día antes de la comida y por la noche antes de acostarse.
Otro rasgo característico de esa casta es la repugnancia que sentían por los viajes al extranjero, que no emprendían jamás sino en caso de absoluta necesidad, pues de no ser así, los consideraban como una verdadera impiedad, circunstancia tanto más notable, cuanto que los hombres estudiosos de las demás naciones emprendían por el contrario grandes viajes para pedir a esos sacerdotes lecciones de sabiduría.
En Egipto tenían la pretensión de haber recibido de Isis la tercera parte del territorio y la misión de custodiar el tesoro de las verdades científicas, lo cual unido a su poderosa organización, en cuya virtud estaban todos adscritos a determinados templos formando corporaciones constituidas jerárquicamente bajo la presidencia de un pontífice hereditario, les aseguraba el predominio en aquella sociedad en donde hasta el mismo poder real estaba a ellos subordinado.
Sus colegios tenían suma autoridad y a ellos iban todos a consultar acerca de los casos arduos y trascendentales, sobre todo a los de Menfis, Tebas y Heliópolis.
Vivían con excesiva austeridad; pero solo ellos y el rey bebían vino y no pagando contribución alguna por sus tierras cobraban el diezmo de las demás.
Su pontífice supremo era la primera dignidad de la nación después del monarca y constituían el Tribunal Supremo del Estado, cuyos magistrados juraban al tomar posesión de sus cargos no ceder ni al mismo rey para consumar una injusticia y reglamentaban la existencia de éste aun en los actos más insignificantes y minuciosos.
En suma, eran en una pieza consejeros áulicos del monarca, magistrados supremos, custodios de los archivos y anales públicos e inspectores de la moneda y sabemos por Plutarco que, como si todo esto no fuese bastante aún, se elegían los reyes en la casta sacerdotal o la guerrera, en la inteligencia de que cuando se tomaban de esta no podían ser coronados hasta que se les había admitido en aquella por medio de la solemne ceremonia religiosa de la iniciación. Algo tenia de teocrática la antigua sociedad egipcia dirigida por aquella casta sacerdotal, cuya superioridad de ilustración no nos es dable poner en duda cuando vemos que por espacio de tantos siglos conservó incólume su prestigio y su gran poder exclusivamente basado en la fuerza moral.
Esa casta conservó con religioso celo, no solo sus privilegios, sino la limpieza de su sangre. Las familias de la tribu se enlazaban tan solo entre sí, instruyendo a sus hijos en todas las artes y ciencias y consagrando a sus hijas al servicio de los templos.
Porfirio, que como Herodoto, Diodoro de Sicilia, Plutarco, Apolonio de Tiana y Jámblico estudió con algún detenimiento las costumbres de esa nación, habla de los magos egipcios con grande entusiasmo, diciendo que dedicaban toda su existencia al estudio y al servicio de la Divinidad y se granjeaban la veneración de los pueblos por su gravedad, su modestia, su sencillez, su frugalidad y el especial cuidado con que procuraban conservar el prestigio de su clase, no mezclándose con las demás sino hasta donde podían hacerlo sin que la excesiva familiaridad engendrase el menosprecio.
Tenían especial empeño en conservar la virtud de la frugalidad, proclamando que sin ella no era posible que estuviese bien sano el cuerpo ni claro y despejado el entendimiento, ni tranquilos en los límites de la honestidad los sentidos, por lo cual, aunque no les estaba vedado beber vino, la mayor parte de ellos no lo cataban sino muy raras veces.
Al aproximarse las más señaladas festividades del año, se imponían una temporada de mortificación y penitencia, especie de cuaresma, que a veces duraba más de cinco semanas y que pasaban reclusos en estrechas celdas, privándose, como los trapenses, de toda conversación y de todo condimento.
Como los persas, los babilonios y otros pueblos orientales comprendieron la necesidad de restituir el vigor a la musculatura debilitada por el excesivo calor del clima, y con este objeto diariamente tomaban tres baños de agua fría: por la mañana al levantarse, en la mitad del día antes de la comida y por la noche antes de acostarse.
Otro rasgo característico de esa casta es la repugnancia que sentían por los viajes al extranjero, que no emprendían jamás sino en caso de absoluta necesidad, pues de no ser así, los consideraban como una verdadera impiedad, circunstancia tanto más notable, cuanto que los hombres estudiosos de las demás naciones emprendían por el contrario grandes viajes para pedir a esos sacerdotes lecciones de sabiduría.
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