sábado, 9 de junio de 2018

LOS AZTECAS, SUS DIOSES Y CREENCIAS RELIGIOSAS


Los conquistadores aztecas acostumbraron incorporar a su panteón los dioses de las gentes vencidas y, por ello, las naciones vecinas los consideraban los más religiosos de los hombres.
 
Al llegar los españoles, México encerraba muchos pueblos agrupados en estados de distinta importancia. El más notable de ellos era el imperio azteca, de formación muy reciente, en el que no sólo había ciudades propias, sino otras sometidas, mejor, dependientes por el hecho de que pagaban un tributo al gobierno central, aunque conservaban sus instituciones y la administración propias de su modo de ser.
 
A unas y otras, hay que agregar poblaciones que, sometidas a su esfera de influencia, eran en absoluto independientes. Incluso había otras dentro del mismo imperio que eran completamente autónomas.
 
El apogeo de las civilizaciones clásicas mexicanas corresponde a los siglos VII y IX de nuestra era. Tras un eclipse, México recobra su esplendor cultural hacia los comienzos del siglo XI, que se interrumpe cien años más tarde a causa de la invasión de tribus bárbaras llegadas del septentrión. Éstas se constituyen en imperio, el azteca, en fecha relativamente reciente: hacia el año 1428. La hegemonía del mismo se logró gracias a una confederación compuesta por las ciudades de Tenochtitlán (México), Tlacopán y Texcoco.
 
El señor de la ciudad de México o emperador alcanzó poco a poco el mando supremo. Alrededor de los aztecas estaban las tribus bárbaras del norte, en montes y yermos; al oeste, el reino de Michoacán, y al sur los señoríos de Yopitzinco, mandados por príncipes de cultura inferior. Más al mediodía, se hallaba el mosaico de pueblos conocidos con el nombre de mayas.

"La flor de mi corazón se ha abierto"

Así empezaba un bello himno azteca de acción de gracias. Los cantos religiosos, con acompañamiento de instrumentos musicales (flautas, tambores, batintines de madera, etc.), tenían gran importancia en la religión mexicana y revelan el gran desarrollo que en ella había alcanzado el aspecto ritual.

 

El rito, a pesar de que a veces intervenían en él los sacerdotes, era en la vida corriente de tipo doméstico. El bautismo, o imposición del nombre, dependía de la intervención de la comadrona que se encargaba de él; la confesión, que sólo podía hacerse una sola vez en la vida y que perdonaba los pecados, tenía un carácter más sacerdotal, si bien podía oírla el jefe de familia o un anciano; el matrimonio se celebraba en el hogar y el sacerdote se limitaba a bendecirlo; los funerales cambiaban según hubiera sido el género de muerte. En general, los ritos tenían por fin ganar méritos ante los dioses.

Los crueles sacrificios humanos, voluntarios o forzosos, convertían a la víctima en un ser inmortal, que a veces encarnaba al dios. El canibalismo ritual era un modo de participar en la vida de la deidad.
 
Muchas ceremonias estaban ligadas a dos tipos de calendario. El año solar, de dieciocho meses de veinte días, más cinco intercalares, estaba consagrado a los dioses. Cada deidad o grupo de ellas tenía consagrado un mes. El objeto del calendario adivinatorio, de doscientos sesenta días, era congraciarse con la voluntad del dios y saber qué deseaba.
 
El sacerdocio azteca, muy abundante, jerarquizado e influyente, cuidaba de la correcta ejecución de los ritos y de la enseñanza de los hijos de las clases altas. Al frente de él había dos sumos sacerdotes, que podían proceder de cualquier estamento social. Dirigía los distintos conjuntos sacerdotales, incluso a los sumos sacerdotes, un administrador general, al que ayudaba una amplia burocracia sacerdotal.
 
Había sacerdotisas, que podían casarse, y un clero adscrito a un dios o a un templo, constituido en un escalafón. Sacerdotes ancianos y oscuros dirigían las ceremonias religiosas en pequeños templos locales. Fuese cual fuese su rango, todos eran reverenciados en grado sumo por los seglares. No obstante, como se ha mencionado, los numerosos ritos exigían. la intervención de los particulares.

El hombre ante la muerte

La muerte tuvo en México aún más fuerza que en Egipto, tanto que la llegaron a concebir, junto a la vida, como otro aspecto de la realidad. Esta concepción se halla en el arte azteca desde época remota y se manifiesta por lo regular con obras artísticas en que aparece una imagen de dos caras, como la del Jano de los romanos.

 
Los muertos se encaminaban, en viaje arduo e interminable, a Mictlán, morada subterránea, tenebrosa y fría, situada en el norte. En ella, rodeado de escolopendras y lechuzas, estaba el dios de la muerte, Mictlantecuhtli, con su mujer, Mictecacivatl, que imponían al difunto un vagabundeo nocturno de cuatro años, sacudido por un aire glacial, antes de que llegase a los nueve ríos. Los cruzaba sobre un perro y, al arribar al noveno río o infierno, el muerto desaparecía en la nada.
 
No obstante esta disolución, numerosos ritos afirman la creencia en la resurrección, como el de Quetzalcoatl y el de Uitzilopochtli, ambos resucitados. Un paraíso, el de Tlalocán, de lujuriante vegetación, dichoso y apacible, acogía a quienes elegía el dios Tlaloc (el de los agricultores). Tlaloc los hacía morir con el rayo, la lepra, ahogados, etc., y el entierro de los elegidos se efectuaba según un rito especial.
 
La muerte del hombre influía en su destino en el más allá y se debía siempre a una disposición de los dioses. Había un paraíso reservado a las mujeres fallecidas al tener un hijo y a los guerreros que cayeron en la guerra o sacrificados. Unas y otros se transformaban en compañeros del Sol, a quien escoltaban en su viaje cotidiano por el firmamento.

Los habitantes del decimotercer cielo

La cumbre del panteón azteca pertenecía a una pareja que residía en el decimotercer cielo, el más elevado, un paraíso inefable, como símbolo del dualismo básico del cosmos, Eran Ometecuhtli ("Señor de la dualidad") y Omecivatl ("Señora de la dualidad"), que meditaban eternamente.

 
Su función consistía en disponer el nacimiento de todo, hasta el de los dioses, bajo un signo determinado que imponía un destino a los seres y cosas. Dos o tres siglos antes de la conquista española, tuvieron suma importancia. El Señor de la dualidad se confundía con el Sol y el fuego, y la Señora de la dualidad con la Tierra y la Luna. Esta última no es un cuerpo celeste, sino que pertenece a la Tierra. Las dos deidades primordiales recibían epítetos que denotaban claramente su carácter de divinidad original, así como que Ometecuhtli se confundía con el principio masculino y su mujer con el femenino.

La creación de los dioses y otros mitos

De los Señores de la dualidad procedieron los restantes dioses inmortales. Puesto que fueron obra de creación, no eran eternos. En apariencia, según una tradición, los Señores engendraron cuatro deidades correspondientes a los puntos cardinales: Tezcatlipoca negro (norte), dios del cielo nocturno; Uitzilopochtli (sur), el Sol en el cenit; Xipe Totec o Tezcat-lipoca rojo (este), el Sol naciente; y Quetzalcoatl (oeste), el Sol poniente, quienes crearon a su vez la Tierra, a Cipactli, que la sostenía en el océano, el Mictlán y sus dioses, los trece cielos, las aguas y sus dioses, el fuego y el calendario.

 
Como se ve, hubo una serie de creaciones sucesivas, que sufrieron cataclismos antes de consolidarse en la forma actual, que es la quinta, en opinión de los aztecas. Nuestro mundo perecería también en una serie de terremotos y los Tzitzimime, monstruos del ocaso, surgirán a devorar a los hombres entre las ruinas.

Hubo divinidades de extraños nombres

Quetzalcoatl fue un dios de múltiples formas, cuya personalidad notable hacía que destacase entre las demás deidades aztecas.

 
Los conquistadores españoles comprendieron que no era una divinidad como las otras y le guardaron cierto respeto. Representaba la civilización, la bondad y la ciencia; por lo tanto, era el patrón de la escritura, la virtud, las artes y el saber en general. Servía de símbolo al viento, la resurrección y al planeta Venus, y la idea de aceptación, de no oponer obstáculos, se manifestaba en los templos redondos y lisos, que se le consagraban.
 
Una parte de la civilización de los antiguos mexicanos merecía el amparo de Quetzalcoatl: la educación religiosa que se impartía en los monasterios (calmenac), en que los hijos de los próceres se instruían en historia, lecturas y escritura de jeroglíficos y pictogramas, adivinación, presagio, cálculo del tiempo, astronomía y tradiciones de índole culta, en medio de la austeridad y disciplina moral.
 
Uitzilopochtli ("Colibrí del sur") fue el dios del imperio azteca y con el tiempo se formaron muchos mitos alrededor de él.
 
A pesar de la libertad religiosa de que se disfrutaba en México, todo el mundo, cualquiera que fuese su deidad nacional, tenía que reverenciarle. Los ritos con que se celebraba su nacimiento, y que retrataban su naturaleza belicosa, consistían en sacrificios humanos, remedos de combates y una procesión a lo largo de toda la ciudad.
 
El Sol triunfante, la guerra y los prisioneros sacrificados dependían de Uitzilopochtli, que había llegado con los aztecas a México y era, por consiguiente, su dios tribal. Su primer templo, una choza erigida en el lugar en que aparecieron la serpiente y el águila (las cuales figuran en el escudo mexicano), se transformó poco a poco, por el esfuerzo de los emperadores, en un enorme teocalli o templo que indicaba el solar original de la ciudad de México.
 
Tezcatlipoca sabía las cosas más ocultas, por lo cual se le invocaba en la confesión al mismo tiempo que a Tlazolteotl e intervenía en la elección del emperador. Era el dios de la noche y de la Osa Mayor. Por estar enterado de todo y, dada su eterna juventud, dirigía los colegios de los guerreros jóvenes y castigaba a los soberbios, protegía a los humildes y sentenciaba a los malos a la esclavitud. Se hallaba por doquier, invisible, para intervenir en los asuntos de los hombres.
 
Xipe Totec tenía un templo, Yopico, y le veneraban los orfebres. Era, aparentemente, un dios extranjero, rival de las divinidades de la tierra, vegetación y lluvia. Simbolizaba la alteración que la naturaleza experimenta en primavera, por cuya razón tenía gran importancia ritual. El rito más importante con que se le veneraba recibía el nombre de tlacaxipeualiztli, en el que se mataban seres humanos, tras lo cual se despellejaba sus cuerpos y los sacerdotes se cubrían con su piel para que cayera la lluvia: la ceremonia proporcionaba a la tierra una "piel nueva", que alteraba su estado anterior.
 
Otro dios de la lluvia (y de los huracanes) más venerado que Xipe Totec se llama Tlaloc; por su intervención, los desiertos se transformaban en vergeles. Era tal vez la divinidad de culto más antiguo, el cual perduró hasta mucho después de la conquista española. Las montañas, en que suelen acumularse las nubes portadoras de lluvia, se confundían con su culto, hasta el punto de que se consideraba que cada una de ellas tenía un Tlaloc propio. Por ello, también su compañera, Chalchiuhtlicue, se identificaba con el volcán La Malinche. Era una diosa fecundadora, la del agua dulce, y Uixtocivatl, diosa del agua salobre, se veneraba junto al mar y las lagunas saladas. Tlaloc poseía un paraíso, destinado especialmente a los agricultores, que tanto le amaban por sus beneficios.

Conejo, maíz y damas inmortales

El conejo era el símbolo de la abundancia de las cosechas, no en vano vive sin trabajar. Había dioses locales, los Centzon Totochtin ("Cuatrocientos conejos"), llamados así porque otorgaban la fertilidad, y con ella los banquetes y la embriaguez. El más corriente tenía el nombre de Ometochtli ("Dos conejos"), al que servía un grupo o colegio especial de sacerdote.

 
Chicomecoatl personifica al maíz, cuya producción, creían los aztecas, se debía a la peregrinación de las plantas marchitas a Tlalocan, el paraíso de Tlaloc. La producción del maíz demandaba ritos especiales en una determinada época del año, a fin de despertar a la vegetación adormecida.
 
Otras divinidades de las plantas en general son Xochiquetzal, Xilonen y Centeotl. Entre otros dioses, merecen citarse Xochipilli, el de la música y la danza; las Civateteo, mujeres divinizadas al morir de parto, seres maléficos, que paralizaban a los viandantes nocturnos; Macuilxochitl, deidad de la juventud, canto y juegos; Tepoztecatl, la de las tierras del sur; Tamoanchán, diosa del ciclo de la vegetación; Itzpapalotl, la de las tribus septentrionales; Tlazolteotl, la del amor, purificación, medicina y confesión; y las divinidades con aspecto de ancianas, vestidas de blanco y madres de los dioses del maíz: Quauhcivatl o mujer águila, Tonantzin, Teteo innán o "la madre de los seres divinos", etc.
 
Los manuscritos conservan los atributos que representan a la mayoría de estos dioses.
 
 
 

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