La religión inca se conoce de modo imperfecto, como la mayoría de las que existieron y existen en el hemisferio meridional. Ello se debe principalmente a dos factores: la complejidad de sus formas y expresiones religiosas, y la escasez de fuentes de información. El estudio de las creencias andinas se basa de manera exclusiva en las representaciones artísticas, los elementos folklóricos y las crónicas redactadas en el período español. No obstante, los datos suministrados permiten llegar a conclusiones de diferente solidez.
Ante todo, muestran que en el imperio inca hubo dos estratos religiosos y sociales: uno popular, cuyos cultos se refieren a las fuerzas de la naturaleza y a una legión de espíritus locales; y otro aristocrático, intelectual, con nociones y creencias que, al parecer, se mantuvieron secretas.
Acostumbra darse por sentado que Pachakutec, fundador del imperio inca (reinó entre 1438 y 1471), organizó la religión aristocrática y la sobrepuso a la popular. Sus súbditos hubieron de aceptarla, pero la imposición no implicó que tuvieran que renunciar a la religión propia.
Acostumbra darse por sentado que Pachakutec, fundador del imperio inca (reinó entre 1438 y 1471), organizó la religión aristocrática y la sobrepuso a la popular. Sus súbditos hubieron de aceptarla, pero la imposición no implicó que tuvieran que renunciar a la religión propia.
Dioses, sacerdotes y vírgenes
Ocupaba la cima del panteón inca un dios abstracto, que no se representaba plásticamente, ni recibía ofrendas, puesto que el universo entero le pertenecía. Era un ser indefinible e inconcebible llamado Wiraqocha o Pachacamac, nombres que son síntesis de otros tomados del uso religioso popular. A pesar de su inaccesibilidad, se interesaba por los asuntos de los hombres, quienes le dirigían plegarias mentales y le veneraban por medio de la adopción de una postura respetuosa.
Hubo un sacerdocio aristocrático, cuyo poder debió de ser considerable. El clero se estructuraba en una jerarquía, al frente de la cual estaba el sumo sacerdote, consagrado a la contemplación y la abstinencia. Era un amauta ("sabio") de estirpe imperial, al que auxiliaban miembros del sacerdocio elegidos atendiendo a su categoría social, notables facultades físicas, prendas intelectuales, etc., en lo que atañe al templo de Cuzco.
Los sacerdotes de los distritos o provincias pertenecían a la familia de los jefes de los mismos. En todos los templos había un personal secundario, destinado a su servicio: guardianes, adivinos inferiores e individuos que destacasen por cualquier rasgo fisiológico o psíquico anormal.
Una orden religiosa de mujeres vivía en casas o centros especiales. Hubo dentro de ella dos clases no muy claramente definidas: las vírgenes y las elegidas. Las primeras eran de estirpe imperial, estaban dedicadas al Sol y observaban un régimen de clausura. Las visitaban solamente las mujeres de la familia gobernante. Las elegidas, pertenecientes a clanes aristocráticos, estaban destinadas a convertirse en concubinas del Inca o en esposas de los altos dignatarios.
Las vírgenes no intervenían en las ceremonias de las fiestas religiosas y formulaban voto de castidad. La que lo quebrantaba era enterrada viva y su cómplice moría en la horca; se destruía, además, completamente la comunidad (casas, hombres, animales, etc.) en que el sacrilegio se había cometido. Las vírgenes tenían la función de preparar la bebida y el pan de la fiesta del Sol, y tejer vestidos para el Inca y su esposa.
El deseo de dar unidad al imperio hizo que los soberanos establecieran una jerarquía espiritual. Pero, como al propio tiempo quisieron respetar las costumbres e ideas locales, pervivió el culto popular y así se produjo una organización especial del "escalafón" religioso. Por ello, los dioses de la naturaleza: el Sol, la Luna, la Tierra Madre, el Rayo, el Fuego, etcétera, estaban sometidos a Wiraqocha. No obstante, podían competir entre sí por la superioridad en el panteón.
Las divinidades naturales resultan muy oscuras, muy poco definidas. Destacan por su importancia Kon (el fuego), Wira (el agua) y Pacha (el cielo y la tierra).
Paredes cubiertas de oro y plata
El Sol se impuso oficialmente al frente de estos seres divinos. El Inca, a fuer de hijo suyo, era dios como él.
El templo de Cuzco se consagró al astro del día, cuyo disco fue el objeto de las principales ceremonias religiosas. Por su parte, el Inca deificado era superior al resto de los mortales, quienes no podían mirarle de hito en hito, por lo cual se acercaban a su presencia con un bulto o fardo sobre la cabeza en señal de sumisión.
Sus leyes, como es de esperar, tenían la fuerza de decretos divinos. Asimismo, trabajar para él era algo que estaba más próximo al placer que a la obligación.
Todas las ciudades del gran imperio poseían un templo especial dedicado al Sol. El más importante de todos, el de Cuzco, se componía en la época de su mayor esplendor de varias salas o atrios. La sala más importante pertenecía al Sol. Sus paredes estaban cubiertas de oro y plata, así como de distintas imágenes religiosas (como el huevo original, la Luna), forjadas con los mismos metales.
El grupo de momias de los emperadores fallecidos, situadas en sillas de madera tallada y vestidas de modo suntuoso, rodeaba su altar.
Otras salas se destinaban al culto de la Luna, cuyo disco rodeaban las momias de las emperatrices, o al de Venus, las estrellas, el rayo, el arco iris, etc.
El Jardín de Oro, de que hablan los cronistas, encerraba figuras de árboles, plantas, animales y hombres fabricados de dicho metal, y su aspecto, como es fácil suponer, resultaba deslumbrador. Su recinto estaba destinado a honrar al dios cuyo nombre llevaba el santuario.
Había otros templos de importancia en el país, tales como el de Pachacamac, próximo a Lima, y el de Titicaca.
Sol, Luna y febrero
Las principales ceremonias religiosas tenían efecto durante las fiestas cultuales. Merecen destacarse entre ellas la fiesta de febrero, la del Sol y la de septiembre.
En la primera se ejecutaba la danza de la serpiente. Ésta se componía de un cable de lana multicolor, cuyos extremos sostenían respectivamente un grupo de hombres y otro de mujeres.
La fiesta del Sol, la más trascendental, se celebraba el día 22 de junio. Participaban en ella los jefes de todos los lugares del imperio. En cuanto aparecía el Sol, el Inca le ofrecía la bebida que habían preparado las vírgenes; después, tomaba un sorbo y distribuía el resto entre sus parientes. A continuación, se procedía a un sacrificio de llamas, cuya carne asada se repartía a los dignatarios. El consumo de bebidas hacía que la ceremonia, que se prolongaba durante nueve días, degenerase en una especie de saturnal romana.
La fiesta de septiembre (situa) era de índole lunar. La víspera del día 22 de dicho mes se hacía salir de la ciudad a enfermos, extranjeros y perros. Al anochecer, cien soldados por punto cardinal perseguían armados a los males y desgracias hasta encontrar una corriente de agua en que bañarse. Después todo el mundo llevaba a cabo abluciones rituales, seguidas de sacrificios y bebidas. Se trataba, como se ve, de una fiesta de purificación, nacida de la creencia de que la enfermedad se debía a la cólera divina que suscitaban los pecados de los hombres.
Un universo amorfo y el colosal huevo primigenio
Los incas suponían que el universo estaba compuesto de partes íntimamente trabadas. Ello posibilitaba que se salvasen los límites de las cosas, lugares y tiempo. Así podían pasar de lo orgánico a lo inorgánico, de la materia al hombre, y avanzar y retroceder en el tiempo. Esta doctrina admitía, por lo tanto, la metempsícosis, adivinación y ubicuidad como fenómenos ordinarios.
La misma creencia justificaba que hubiera seres capaces de transformarse total y parcialmente (dioses, monstruos, animales humanizados y brujos), llamados huata.
La personalidad del individuo era tan amorfa como la del universo. El hombre estaba integrado en el grupo (ayllu) de que dependía, cuyo origen se perdía en la noche de los siglos. Cada ayllu tenía dioses y antepasados propios, los cuales pertenecían a todos los reinos de la naturaleza, a manera de totems.
En el mundo, salido de un colosal huevo primigenio, los humanos podían disociarse en sus partes componentes, que tendrían existencia propia con independencia del hombre. Por ello, la persona se hallaba expuesta a actos de magia y a la enfermedad. Con todo, los seres y cosas poseían un germen espiritual, fecundo y eterno, que promovía la continuidad, a pesar de las amenazas maléficas, y que procedía del huevo primordial.
Los incas imaginaban asimismo que los dioses habían creado un modelo o arquetipo de todas y cada una de las cosas. Por ejemplo, una divinidad hizo al hombre con arcilla del lago Titicaca. Como era de esperar, la brujería prosperó en semejante ambiente con formas comunes al folklore de todos los pueblos.
Difuntos iguales a los vivos
Del culto de los muertos, tal vez el más antiguo entre los indios andinos, se sabe sólo por la interferencia de usos autóctonos en los ritos católicos.
Parece desprenderse de ella que suponían, dada su especial concepción del universo, que los difuntos vivían de modo inmaterial o en cuerpos de animales. El muerto conservaba sus inclinaciones y necesidades terrenas, y sus parientes vivos procuraban satisfacerlas con alimentos y objetos que disponían en la tumba.
Es materia debatida si los incas efectuaban sacrificios de seres humanos, como los aztecas y mayas. Cabe en lo posible que lo hicieran; pero, al parecer, la costumbre se perdió insensiblemente y los animales sustituyeron a los hombres en las ceremonias sacrificiales. Es un hecho casi indiscutible que los restos de las vírgenes del Sol, descubiertos en Pachacamac y en Machu-Pichu, revelan que fueron sacrificadas por disposición religiosa.
Ocupaba la cima del panteón inca un dios abstracto, que no se representaba plásticamente, ni recibía ofrendas, puesto que el universo entero le pertenecía. Era un ser indefinible e inconcebible llamado Wiraqocha o Pachacamac, nombres que son síntesis de otros tomados del uso religioso popular. A pesar de su inaccesibilidad, se interesaba por los asuntos de los hombres, quienes le dirigían plegarias mentales y le veneraban por medio de la adopción de una postura respetuosa.
Hubo un sacerdocio aristocrático, cuyo poder debió de ser considerable. El clero se estructuraba en una jerarquía, al frente de la cual estaba el sumo sacerdote, consagrado a la contemplación y la abstinencia. Era un amauta ("sabio") de estirpe imperial, al que auxiliaban miembros del sacerdocio elegidos atendiendo a su categoría social, notables facultades físicas, prendas intelectuales, etc., en lo que atañe al templo de Cuzco.
Los sacerdotes de los distritos o provincias pertenecían a la familia de los jefes de los mismos. En todos los templos había un personal secundario, destinado a su servicio: guardianes, adivinos inferiores e individuos que destacasen por cualquier rasgo fisiológico o psíquico anormal.
Una orden religiosa de mujeres vivía en casas o centros especiales. Hubo dentro de ella dos clases no muy claramente definidas: las vírgenes y las elegidas. Las primeras eran de estirpe imperial, estaban dedicadas al Sol y observaban un régimen de clausura. Las visitaban solamente las mujeres de la familia gobernante. Las elegidas, pertenecientes a clanes aristocráticos, estaban destinadas a convertirse en concubinas del Inca o en esposas de los altos dignatarios.
Las vírgenes no intervenían en las ceremonias de las fiestas religiosas y formulaban voto de castidad. La que lo quebrantaba era enterrada viva y su cómplice moría en la horca; se destruía, además, completamente la comunidad (casas, hombres, animales, etc.) en que el sacrilegio se había cometido. Las vírgenes tenían la función de preparar la bebida y el pan de la fiesta del Sol, y tejer vestidos para el Inca y su esposa.
El deseo de dar unidad al imperio hizo que los soberanos establecieran una jerarquía espiritual. Pero, como al propio tiempo quisieron respetar las costumbres e ideas locales, pervivió el culto popular y así se produjo una organización especial del "escalafón" religioso. Por ello, los dioses de la naturaleza: el Sol, la Luna, la Tierra Madre, el Rayo, el Fuego, etcétera, estaban sometidos a Wiraqocha. No obstante, podían competir entre sí por la superioridad en el panteón.
Las divinidades naturales resultan muy oscuras, muy poco definidas. Destacan por su importancia Kon (el fuego), Wira (el agua) y Pacha (el cielo y la tierra).
Paredes cubiertas de oro y plata
El Sol se impuso oficialmente al frente de estos seres divinos. El Inca, a fuer de hijo suyo, era dios como él.
El templo de Cuzco se consagró al astro del día, cuyo disco fue el objeto de las principales ceremonias religiosas. Por su parte, el Inca deificado era superior al resto de los mortales, quienes no podían mirarle de hito en hito, por lo cual se acercaban a su presencia con un bulto o fardo sobre la cabeza en señal de sumisión.
Sus leyes, como es de esperar, tenían la fuerza de decretos divinos. Asimismo, trabajar para él era algo que estaba más próximo al placer que a la obligación.
Todas las ciudades del gran imperio poseían un templo especial dedicado al Sol. El más importante de todos, el de Cuzco, se componía en la época de su mayor esplendor de varias salas o atrios. La sala más importante pertenecía al Sol. Sus paredes estaban cubiertas de oro y plata, así como de distintas imágenes religiosas (como el huevo original, la Luna), forjadas con los mismos metales.
El grupo de momias de los emperadores fallecidos, situadas en sillas de madera tallada y vestidas de modo suntuoso, rodeaba su altar.
Otras salas se destinaban al culto de la Luna, cuyo disco rodeaban las momias de las emperatrices, o al de Venus, las estrellas, el rayo, el arco iris, etc.
El Jardín de Oro, de que hablan los cronistas, encerraba figuras de árboles, plantas, animales y hombres fabricados de dicho metal, y su aspecto, como es fácil suponer, resultaba deslumbrador. Su recinto estaba destinado a honrar al dios cuyo nombre llevaba el santuario.
Había otros templos de importancia en el país, tales como el de Pachacamac, próximo a Lima, y el de Titicaca.
Sol, Luna y febrero
Las principales ceremonias religiosas tenían efecto durante las fiestas cultuales. Merecen destacarse entre ellas la fiesta de febrero, la del Sol y la de septiembre.
En la primera se ejecutaba la danza de la serpiente. Ésta se componía de un cable de lana multicolor, cuyos extremos sostenían respectivamente un grupo de hombres y otro de mujeres.
La fiesta del Sol, la más trascendental, se celebraba el día 22 de junio. Participaban en ella los jefes de todos los lugares del imperio. En cuanto aparecía el Sol, el Inca le ofrecía la bebida que habían preparado las vírgenes; después, tomaba un sorbo y distribuía el resto entre sus parientes. A continuación, se procedía a un sacrificio de llamas, cuya carne asada se repartía a los dignatarios. El consumo de bebidas hacía que la ceremonia, que se prolongaba durante nueve días, degenerase en una especie de saturnal romana.
La fiesta de septiembre (situa) era de índole lunar. La víspera del día 22 de dicho mes se hacía salir de la ciudad a enfermos, extranjeros y perros. Al anochecer, cien soldados por punto cardinal perseguían armados a los males y desgracias hasta encontrar una corriente de agua en que bañarse. Después todo el mundo llevaba a cabo abluciones rituales, seguidas de sacrificios y bebidas. Se trataba, como se ve, de una fiesta de purificación, nacida de la creencia de que la enfermedad se debía a la cólera divina que suscitaban los pecados de los hombres.
Un universo amorfo y el colosal huevo primigenio
Los incas suponían que el universo estaba compuesto de partes íntimamente trabadas. Ello posibilitaba que se salvasen los límites de las cosas, lugares y tiempo. Así podían pasar de lo orgánico a lo inorgánico, de la materia al hombre, y avanzar y retroceder en el tiempo. Esta doctrina admitía, por lo tanto, la metempsícosis, adivinación y ubicuidad como fenómenos ordinarios.
La misma creencia justificaba que hubiera seres capaces de transformarse total y parcialmente (dioses, monstruos, animales humanizados y brujos), llamados huata.
La personalidad del individuo era tan amorfa como la del universo. El hombre estaba integrado en el grupo (ayllu) de que dependía, cuyo origen se perdía en la noche de los siglos. Cada ayllu tenía dioses y antepasados propios, los cuales pertenecían a todos los reinos de la naturaleza, a manera de totems.
En el mundo, salido de un colosal huevo primigenio, los humanos podían disociarse en sus partes componentes, que tendrían existencia propia con independencia del hombre. Por ello, la persona se hallaba expuesta a actos de magia y a la enfermedad. Con todo, los seres y cosas poseían un germen espiritual, fecundo y eterno, que promovía la continuidad, a pesar de las amenazas maléficas, y que procedía del huevo primordial.
Los incas imaginaban asimismo que los dioses habían creado un modelo o arquetipo de todas y cada una de las cosas. Por ejemplo, una divinidad hizo al hombre con arcilla del lago Titicaca. Como era de esperar, la brujería prosperó en semejante ambiente con formas comunes al folklore de todos los pueblos.
Difuntos iguales a los vivos
Del culto de los muertos, tal vez el más antiguo entre los indios andinos, se sabe sólo por la interferencia de usos autóctonos en los ritos católicos.
Parece desprenderse de ella que suponían, dada su especial concepción del universo, que los difuntos vivían de modo inmaterial o en cuerpos de animales. El muerto conservaba sus inclinaciones y necesidades terrenas, y sus parientes vivos procuraban satisfacerlas con alimentos y objetos que disponían en la tumba.
Es materia debatida si los incas efectuaban sacrificios de seres humanos, como los aztecas y mayas. Cabe en lo posible que lo hicieran; pero, al parecer, la costumbre se perdió insensiblemente y los animales sustituyeron a los hombres en las ceremonias sacrificiales. Es un hecho casi indiscutible que los restos de las vírgenes del Sol, descubiertos en Pachacamac y en Machu-Pichu, revelan que fueron sacrificadas por disposición religiosa.
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