domingo, 3 de junio de 2018

LAS HADAS ¿SON MALVADAS?


¿Quién no ha oído hablar una y mil veces de las Hadas, de esos genios graciosos y amables que habitan las húmedas cavernas de los bosques, teniendo por lecho el musgo que tapiza los bordes del cristalino arroyo, por cortinas las floridas ramas de los matorrales y por compañeros los pájaros de la floresta y los animales montaraces que sumisos y cariñosos les prestan vasallaje?
 
¿Quién no ha oído relatar los maravillosos hechos de esas deidades que pueden a su antojo convertir la humilde cabaña en suntuoso alcázar y el más espléndido palacio en asquerosa pocilga; que borran con su mágica varita las arrugas de la vejez y las gracias de la adolescencia, trasformando al achacoso anciano en bizarro mancebo y a la muchacha insolente y perversa en decrépita setentona?
 
¿Quién no sabe que esas ninfas son las que llevan al cielo las almas de los niños que mueren a los pocos días de su nacimiento y las que acudiendo a la cuna del recién nacido lo adornan de las cualidades que deben hacerlo amable, feliz y respetado en esta efímera existencia?
 
Leed las tradiciones populares de Bretaña y Escocia, los cuentos del francés Perrault, los de Madame d' Aulnoy, la leyenda del sabio Merlin, los libros de caballerías, los poemas de Tasso y Ludovico Ariosto y os asombraréis del poder y la sabiduría de esos seres que unos han hecho derivar de las faunas romanas y otros de las druidesas de la Armórica.


W. Scott, en cuya Demonología hemos encontrado la primera de las bellísimas tradiciones que vamos a relatar, dice que aun no se ha logrado fijar la etimología de la voz Fáiry con que se designa en inglés  al hada, que algunos opinan que deriva de la voz persa Peri, con la cual se nombraba a un genio femenino y benéfico de la antigua religión persa, etimología aceptable si se admitiese la hipótesis de que este mito fue importado en Europa por los árabes, cuyo alfabeto carece de la letra p, por lo que pronuncian feyi en vez de peri.
 
Sin embargo, no aparece muy clara esta derivación según el gran novelista, quien no se atreve a atribuir a los persas ni a los árabes el nombre distintivo de un ser ideal que sin duda no fue por ellos imaginado. Por este motivo se han inclinado algunos a suponer que las hadas (fairies) se llaman así porque son por excelencia hermosas, pues la belleza es el atributo al cual tienen mayor apego.
 
La superstición ha llevado a los escoceses a darles un nombre idóneo para lisonjear la vanidad de que creían susceptible a esa raza maravillosa

W. Scott cree que las hadas son invención de los celtas, aunque reconociendo que heredaron varios de los atributos característicos de los faunos, sátiros, silvanos y otras deidades campestres de la mitología clásica.
 
Esas ninfas del Norte no huían del trato social; pero su genio caprichoso las inducía a otorgar sus favores y a retirar su apoyo a los mortales con una volubilidad extremada.

Oberón es el rey de las hadas y en general de todos los seres sobrenaturales del mundo aéreo, cuya reina es Titania su esposa. Wieland ha escrito un poema que ha hecho popular el nombre de ese fantástico monarca.
 
En la corte de las hadas los corceles, los halcones y las jaurías son de una raza superior en todos conceptos a las más renombradas de la tierra; sus festines son tan espléndidos que superan las más atrevidas creaciones del ingenio humano y en sus bailes se oyen cantos y armonías cuya delicadeza y encanto no son capaces de imaginar los míseros mortales. Si alguno de estos, atraído por la fama de tales maravillas, se atreve a buscar a las hadas y llega a poner los pies en el bosque donde se hallan congregadas, lo prenden y se lo llevan a su imperio al través de los aires, no sin dejar en la punta de algún campanario o en la aguja más alta de alguna gótica iglesia el sombrero o la gorra del cautivo a fin de que nadie pueda ignorar la causa de su desaparición.
 
Las hadas son muy aficionadas a estos raptos; pero prefieren llevarse los tiernos infantes, (no bautizados todavía) a secuestrar personas adultas.

Curiosas tradiciones existen acerca de este asunto, vamos a citar algunas de las más características de diversas regiones de Europa. Esta que sigue a continuación proviene del Ortenan, región alemana del antiguo reino de Suabia.

Allá a principios del siglo VIII, el muy bravo y poderoso señor Pedro de Stauffen regresaba una tarde de una larga cacería y hallándose muy sediento y rendido de fatiga, se detuvo al cruzar un bosque próximo a su castillo, junto a una fuente cuyas cristalinas aguas había recordado con delicia bajo los ardorosos rayos del sol en su cansada expedición. Pero ¡cuál no fue su asombro cuando al ir a sentarse en una peña vio que cerca de ella había una hermosísima doncella y oyó que con voz armoniosa pronunciaba su nombre!
 
Al reponerse de tan viva y agradable impresión, le preguntó el caballero quién era y ella, esquivando la respuesta, replicó:

- Como vivo cerca de aquí, he tenido ocasión de veros muchas veces acudir a este sitio con vuestro séquito.

Pedro de Stauffcn quedó literalmente deslumbrado por la radiante hermosura de la incógnita y se marchó sin acertar a hacerle más preguntas; pero como su recuerdo no le dejaba un momento de reposo, volvió a la fuente un dia y otro dia, resuelto a tener a toda costa otra entrevista con la que en tan poco rato se había convertido en dama de sus pensamientos.

Por fin, después de varios días de dudas, oyó al acercarse a la fuente una voz melodiosa que parecía brotar del seno del agua; pero como no logró ver a nadie en todos aquellos alrededores, se volvía ya muy triste y desalentado, cuando al volver la cabeza para echar un último adiós a aquel sitio donde tan gran y fugaz ventura había gozado, vio con indecible alegría a la doncella sentada en la misma peña donde la había encontrado la vez primera.
 
Correr como un loco hacia ella, postrarse de hinojos a sus pies y declararle en fogosos términos su pasión, fue todo uno. La doncella se sonrió, le citó para el día siguiente en el mismo paraje y dio por terminada la entrevista.

Pedro acudió a ella con la exactitud y anhelo que eran de suponer en un joven tan locamente enamorado y como repitiese su declaración con más entusiasmo, si cabe, que el día anterior, la doncella le respondió:

- No pertenezco a la raza humana: soy una ondina, un hada de las aguas y las hadas no dan el corazón sino juntamente con la mano. Pero si queréis ser mi esposo, pensad que vuestra fidelidad debe ser tan pura como el límpido cristal de esa fuente y tan firme como el temple de vuestra espada. Vuestro perjurio os causaría la muerte y me condenaría a eterno duelo, pues nosotras no amamos más que una vez.

Pasamos por alto las protestas del enamorado caballero, que no fueron otras, ni más ni menos elocuentes que las que en tales casos suele hacer todo galán ansioso de poseer a su dama. En resolución, tantas y tales cosas le dijo, afirmó y juró, que la sensible ondina acabó por acceder a que las bodas se celebrasen al día siguiente.

Por supuesto que en toda aquella noche no pudo pega ojo el venturoso señor de Stauffen. Apenas empezó a despuntar el día cuando ya saltó de la cama, se vistió a toda prisa sus más ricas prendas y salió a ordenar los preparativos para la ceremonia. Entonces le enseñaron sus pajes tres preciosas canastillas de coral llenas de oro y pedrerías que había enviado la novia en pago de su dote y al poco rato entró esta seguida de sus damas de honor, todas muy lindas y lujosamente ataviadas.

AI llegar al pie del altar le repitió la dama su advertencia, manifestándole que si no hacia caso de ella pronto le anunciaría su muerte la aparición del píe derecho de su ultrajada esposa.
 
El caballero repitió sus juramentos lleno de buena fe y de entusiasmo, se celebró el enlace y tras él un alegre jolgorio que duró por espacio de algunos días.

Terminadas las fiestas quedaron solos los novios, gozando las delicias de una luna de miel cuya felicidad vino a aumentar al cabo de un año el nacimiento de un hermoso hijo. Pero cuando más entregado estaba el señor de Stauffen a los goces de tan apacible existencia, se alzó de súbito un belicoso tumulto.
 
Los musulmanes habían invadido el territorio de las Galias y Carlos Martel llamaba sus huestes para rechazar la irrupción agarena, Pedro descolgó su arnés de guerra, reunió su mesnada y se aparejó para la marcha.
 
Su esposa le abrazó con sereno semblante, recordándole sus promesas y él, después de repetirle que por nada ni por nadie había de olvidarlas, montó en su corcel de batalla y partió para la guerra.

Esta, como es sabido, fue muy corta, pero ruda, especialmente en la famosa batalla de Poitiers, en la cual Pedro Stauffen se señaló de un modo singular, haciendo prodigios de bravura que le granjearon la admiración de todos.
 
Carlos Martel quedó tan prendado de su valeroso vasallo, que quiso tenerlo por deudo, ofreciéndole la más joven y hermosa de sus hijas.
 
Aunque mucho había de halagar al caballero tan alta distinción, se excusó de aceptarla, explicando los compromisos que con otra mujer le ligaban; mas le replicaron que los tales compromisos no eran obligatorios; que su esposa era un ser fantástico y que el cura que había bendecido su unión había sido víctima de un hechizo.
 
En una palabra, tanto porfiaron y le dijeron, que por último lograron dar al traste con sus escrúpulos, arrancándole el consentimiento que el mismo Carlos Martel se dignaba pedirle con tanta instancia.
 
Pero la víspera de las bodas llegó a la corte un escudero de Stauffen, participándole que su mujer y su hijo habían desaparecido súbitamente del castillo y averiguada la hora de esta desaparición, resultó ser la misma en que se estaba firmando el contrato matrimonial del caballero con la hija del duque de los francos.
 
Se alegró Pedro de este suceso, creyendo que así quedaba desligado de todo vínculo con la pobre hada; pero cuando más alegre y distraído estaba en el festín, se le vio palidecer de improviso y temblar como un azogado. Acababa de ver el diminuto pie de su abandonada esposa, penetrando en el salón por uno de sus góticos ventanales.
 
Apuró varios vasos de vino para cobrar ánimo, se dijo a sí mismo que había sido engañado por una alucinación, hija de su propia fantasía y al levantarse de la mesa estaba ya completamente tranquilo.

Terminado el banquete debían volver todos al castillo. Al pasar el puente levadizo, se encabritó asustado el caballo de Stauffen como si hubiese visto un espectro, arrojando al caballero al foso que a la sazón estaba lleno de agua. Todos se arrojaron tras él para salvarlo; pero fue en vano.
 
Pedro Stauffen no volvió á parecer más.

Esta es una venganza legítima, si es que puede ser legítima la venganza.

Pero hay leyendas en las cuales las hadas muestran singular malicia, sin que motivo alguno la justifique. Ya se deja entender que esto pasa en las regiones cuyos habitantes adolecen de mayor intolerancia religiosa, pues el fanatismo ha desnaturalizado el gracioso tipo de la hada, atribuyéndole un carácter diabólico y muy protervas intenciones.
 
De aquí proviene la temerosa tradición de que las hadas secuestran a los hombres y aun con mayor preferencia a los niños, para pagar al diablo el tributo de almas humanas que anualmente deben satisfacerle, en pago de la libertad que les concede para morar en la superficie de nuestro planeta.
 
 
 

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