domingo, 3 de junio de 2018

LAS HADAS DE GRAN BRETAÑA


En los cuentos de hadas de Irlanda, se las pinta como unos genios maléficos que se complacen en robar los niños hermosos, sustituyéndolos con deformes y monstruosas criaturas y que se trasforman en horribles espectros y fantásticos animales, para amedrentar a los hombres cuya presencia las priva de entregarse en los bosques a sus habituales pasatiempos.

Esto no es decir que no se conozca también en Irlanda a las hadas benéficas, aunque no sea sino por vía de excepción, como lo prueba la leyenda de la hada a la cual llaman ellos Banshee, protectora tradicional de algunas estirpes aristocráticas de la isla, a las cuales avisa con muestras de honda aflicción cuando se acerca la última hora de alguno de sus individuos.

A mediados del siglo pasado vivía en el condado de Tipperary un hidalgo llamado Carlos Mac-Carthy, representante de uno de los más antiguos y católicos linajes de la verde Erin.

 
Era el tal un joven y arrogante mozo; mas harto propenso por desgracia a dejarse arrastrar por los placeres sensuales y sobre todo por el mal ejemplo, de modo que los excesos acabaron por ocasionarle una enfermedad que lo puso al borde del sepulcro. Su madre, que era una piadosa anciana, se asustó de tal manera al pensar que Carlos podía morir en la impenitencia final, que deshecha en lágrimas rogó a Dios que se dignase conceder un intervalo lúcido al enfermo a quien veía presa de un espantoso delirio.


Mientras de este modo oraba y se afligía la pobre señora, fueron a noticiarle que su hijo acababa de tener un terrible ataque y se hallaba sin esperanzas de vida. Acudió desolada a la cabecera de su lecho y encontró a Carlos demudado, yerto, rígido como un cadáver; acudieron los médicos y le notificaron que realmente el infortunado mancebo había dejado de existir.

Al día siguiente, hallábase la anciana retirada en su cuarto, llorando a lágrima viva, cuando oyó un gran rumor de voces; salió a informarse de lo que pasaba y así llegó hasta el aposento de su hijo, al cual vio sentado en su lecho y mirando en derredor con extraviados ojos.

—¡Madre! dijo Carlos con ahogado acento.

—¡Hijo mío! exclamó la anciana fuera de sí. ¿Será verdad lo que oigo?

¿Vives aún?

—Sí, respondió Carlos, oíd lo que voy a deciros. Mi alma acaba de comparecer ante el tribunal del Altísimo donde se han pesado en la terrible balanza sus buenas y sus malas obras. Estaba allí mi santo patrón a quien tantas veces oré junto a vos cuando niño y sus ojos me miraban con honda compasión, porque mi condenación era segura. Al comprenderlo, le rogué que intercediese con el Señor para que me dejase pasar en la tierra el tiempo necesario para purgar mis pecados y la Misericordia divina me ha otorgado la gracia de permitirme volver por tres años a la vida terrena, a fin de que la penitencia lave las culpas que mancharon mi alma.

Todos creyeron que este relato no era sino una visión engendrada por el delirio; mas como quiera que fuese, terminada esa crisis decisiva el enfermo recobró por completo la salud, haciendo desde entonces una vida ejemplar, por lo sobria y piadosa.

A todo esto el tiempo trascurría con su ordinaria rapidez y se acercabas ya el plazo fatal que Carlos había indicado el día de la crisis que él calificaba de resurrección.

Su madre, que a pesar de verle en perfecta salud temía el efecto que podía producir en el ánimo de su hijo aquella fecha temida, trató de distraerle a toda costa y al efecto escribió a unas parientas invitándolas a pasar algunos días en su castillo.
 
La carta llevaba la fecha del lunes 15 de octubre de 1752 y el día pavoroso era el domingo siguiente, por lo que aquellas buenas señoras hadan todo lo posible para poder llegar el sábado al término de su viaje; mas por desgracia los caminos se hallaban en tan mal estado que no pudieron entrar en el castillo hasta el mismo domingo, en el preciso momento en que Carlos, rebosando en apariencia de salud y fuerza, exhalaba el último suspiro, después de haber dado edificantes pruebas de sus religiosos sentimientos.

Entonces refirieron las recién llegadas que muchas veces se les había aparecido en el camino una dama de peregrina belleza y flotante vestidura, que volaba junto al coche incitando con sus gritos a los caballos. Era la Banshee.


 
En Irlanda y en Escocia son muchas las familias aristocráticas que pretenden tener su correspondiente Banshee. Es un lujo heráldico y a fuer de tal es de creer que subsistirá mientras subsista la vanidad humana, esto es, hasta el día del Juicio.

De la misma clase es la famosa Dama Blanca de la ilustre familia de Avenel, que ha inspirado a Boíeldieu una magnífica partitura, la más popular de la Ópera Cómica francesa.

En Sajonia, en Escocia y en otras regiones enseñan unos pedazos de sílex de forma triangular que dicen ser las flechas de las hadas; pero estas generalmente no usan de bélicos instrumentos, pues les basta y sobra para obrar los más estupendos prodigios la clásica varita y con cuyo auxilio hicieron tan famosos encantamientos Circe, Medea y otras célebres magas de la antigüedad griega y romana.

Detener y desviar el curso de los ríos, encrespar las olas del mar, oscurecer el cielo eclipsando la luna, metamorfosear al provecto anciano en bizarro doncel, o el magnífico palacio en miserable choza, es cosa baladí, empresa de poco momento para esos genios femeninos, cuando su hermosa diestra blande la varita milagrosa.

Esto vale tanto como decir que podrían multiplicarse hasta lo infinito los ejemplos que demuestran el desmesurado poder de las hadas.

 
 

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