miércoles, 6 de junio de 2018

LOS DIOSES DE ISLANDIA


Los belicosos pueblos del Norte no se limitaban a hacer valerosamente la guerra a los espíritus de los difuntos, sino que hasta se atrevían a arrostrar la indignación de las divinidades superiores de su mitología, aunque solo fuese para demostrar que no había en el mundo un ser capaz de amedrentar su ánimo.
 
Bien lo prueba la singular aventura de un valeroso joven que al cruzar una cordillera de desiertas y estériles montañas en Islandia, encontró un enorme carromato en el cual llevaban un ídolo colosal de la diosa Freya, a la cual hacían viajar con todos sus tesoros.
 
La urna o santuario del ídolo estaba escondido a los ojos del público por unas grandes cortinas y custodiaba el carro una sacerdotisa de Freya, joven y muy agraciada.
 
Se cercó a ella el viajero y como iba a pie la sacerdotisa, no le disgustó tener por guía y compañero de viaje a un tan arrogante mancebo. Sucedió que al cabo de algunos momentos la conversación que éste y la sacerdotisa entablaron no fue tan del agrado de la diosa como de los interlocutores, por lo que haciendo una señal que la joven comprendió muy pronto, la mandó entrar en el santuario.


Al cabo de un momento la pobre sacerdotisa volvió a salir con el semblante demudado y llenos de lágrimas los ojos, participando a su compañero que la diosa le mandaba partir inmediatamente, pues no quería que continuase viajando en su compañía.

— Creo que habréis oído mal, dijo el campeón, pues eso que me proponéis fuera sin duda un gran disparate. ¿Cómo ha de querer Freya que deje un buen camino que me lleva directamente a donde yo quiero ir, tomando por senderos extraviados y riscosos con peligro de desnucarme?

— Sin embargo, repuso la sacerdotisa, la diosa lo tomará a enojo si no acatáis sus órdenes y hasta podría muy bien suceder que os atacase.

— Si a tanto se atreve, respondió el campeón, con su pan se lo coma; probaré el temple de mi hacha en esos maderos.

Le reprendió la sacerdotisa por su impiedad; mas no pudiendo obligarle a respetar las órdenes de la diosa, continuaron su diálogo con tan afectuosa familiaridad que sonó de improviso un gran rumor en el tabernáculo, anunciando que Freya, cuya honestidad debía ser tan susceptible como la de la clásica Vesta, no podía diferir por más tiempo su intervención en tan animado coloquio.
 
Se abrieron las cortinas y el pesado ídolo saltó del carromato asestando al atrevido viajero un diluvio de puñetazos.
 
Se defendió el campeón con su hacha danesa de dos filos y la esgrimió con tal vigor y destreza, que tirando un tajo hendió la cabeza del ídolo y luego de un revés le cortó la pierna izquierda. La gigantesca efigie cayó en tierra sin movimiento y el demonio que la había animado huyó aullando y dejando dueño del campo al valeroso campeón, quien según las leyes de guerra se apoderó del botín sin echar en olvido a la simpática sacerdotisa.

Esta, convencida de la poca valía de su antigua patrona, siguió gustosa al vencedor, acompañándole y partiendo con él los beneficios de su arte y los tesoros del santuario sin que la escarmentada Freya se haya atrevido jamás a pedirles cuentas de su administración.

No sin razón dice W. Scott, que no podía ser muy profundo ni muy religioso el respeto que profesaban a sus dioses esos pueblos que tales historias inventaban y contaban con referencia a ellos.
 
Robustece este argumento un importantísimo dato histórico: el de que los islandeses abandonaron el culto de sus dioses después de una sola discusión habida entre sus sacerdotes y los misioneros cristianos. Aquellos, que se batieron en retirada, amenazaron a sus compatriotas con una terrible erupción del Hekla, en castigo de su impiedad; pero Snorro, pontífice del dios Thor, que se hallaba en la asamblea, que precisamente celebraban en un terreno que había estado cubierto de lava, respondió encarándose con sus antiguos colegas:

— ¿Podríais decirme cuál fue la causa de la indignación de los dioses cuando el suelo que ahora pisamos no era sino una masa de fuego fluido? Creedme, islandeses, la erupción del volcán dimana de causas puramente naturales y no hay ninguna necesidad de considerar a ese monte como instrumento de celestes venganzas.

 
Confesemos que no está mal razonado el discursillo para un pontífice del hijo de Odín.

Representaban los escandinavos a este dios del aire y del trueno, que tenia alguna analogía con el Hércules de los meridionales, con una larga barba, una clava o un cetro en la mano y llevado en un carro tirado por dos machos cabríos.

Thor habitaba, según ellos, un palacio compuesto de cuatrocientas cincuenta salas, y el día último de la creación debía matar la gran serpiente, emblema del mal, pereciendo él mismo asfixiado por el vaho de ese monstruoso reptil.




En Islandia es precisamente donde se halla compendiada la mitología de los germanos.

Estos solían sacrificar al Ser Supremo víctimas blancas, cuyos restos se distribuían entre los que se hallaban presentes al sacrificio, aunque en ciertas ocasiones ofrecían en holocausto víctimas humanas, siempre volviendo la cara al Norte. No tenían templos cerrados, sino que alzaban sus altares en medio de los bosques.

En su guerrera mitología se hallaban personificados los planetas visibles en este hemisferio. Odín era el Júpiter, o primera divinidad de los germanos, al cual seguían Thor, Freya, diosa de los fenómenos naturales, cuya estatua paseaban alrededor de los campos al principiar las estaciones. Esta deidad, cuyos amores canta el Edda, es más apacible que sus terribles compañeros. Su padre Niordhr hace en esa mitología un papel semejante al del Neptuno romano y Tyr el de Marte, el Ares de los griegos.

Frigga, la excelsa consorte de Odin, era como Hera y Juno la patrona de las novias y la deidad invocada en los partos.

Freya, la divinidad que más arriba hemos nombrado al referir una leyenda de Islandia, era la diosa del amor; pero más puntos de semejanza tiene con Isis y con Ariadna que con Afrodita, pues abandonada por su esposo, recorrió toda la tierra en su busca, derramando torrentes de lágrimas que se trasformaban en oro purísimo al caer de sus ojos.

Snorra era, como Athenea, la patrona de los sabios.

Hellia, especie de Proserpina septentrional, acogía en sus dominios subterráneos a las almas de los que fallecían de muerte natural.

Las Nornas, o Parcas, como diríamos en estilo clásico, eran tres: Urdhr, personificación del tiempo pasado, Verdrandi, que lo era del presente, y Skald, que representaba el futuro. Las representaban sentadas junto a la fuente Urdarborn, a la sombra del inmenso árbol Hygdrasil, cuyo ramaje tocaba al cielo y cubría el mundo entero y bajo el cual se congregaban los dioses para celebrar sus asambleas.


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