martes, 10 de abril de 2018

LEYENDA DEL REY MIDAS


Midas por su cualidad real estaba relacionado con los más altos personajes del país. Así, por ejemplo, formaban parte de su intimidad: Pan, dios de los pastores y de los bosques, el barrigón Sileno, ayo de Baco y dios de las vendimias y el mismo Baco en persona.
 
Estos cuatro amigos inseparables, unidos por una misma devoción por la glotonería, fervorosos partidarios del culto a la botella, celebraban frecuentemente formidables festines en el suntuoso palacio del rey Midas. Las frases alegres, las grandes carcajadas, formaban coro con el ruido de las copas que se iban llenando de vinos de todas clases, con una frecuencia francamente alarmante.
 
Midas estaba orgulloso de relacionarse con tan elevados personajes y se desvivía por recibir dignamente a sus invitados. Para probarle su agradecimiento por tan generosa y efusiva recepción, Baco le dijo un día, a la salida de un festín:
 
- ¿Qué podría yo hacer, querido Midas, para serte agradable, en compensación de tus amabilidades y para probarte nuestra gratitud con hechos y no con palabras?

Midas, poderoso y rico por sus antepasados, no había recibido de éstos grandes dotes naturales. Su conversación era pobre de recursos; hablaba mucho, pero ninguna de sus frases tenía la densidad que da a los conceptos el juicio y la reflexión. De modo que, cuando en medio de la neblina de una dulce embriaguez, escuchó la proposición de Baco, respondió:
 
- ¡Oh, divino hijo de Júpiter: ya que quieres mi felicidad, convierte en oro todos los objetos que toque con mi débil mano!
 
Apenas lo hubo expresado, Baco se apresuró a realizar el deseo de Midas. Sentado ante una mesa copiosamente servida y cargada de exquisitos platos, Midas extiende el brazo: súbitamente el sabroso pescado, la suculenta carne, los frutos deliciosos, se convierten en oro. El inconsciente se apercibe entonces de su torpeza y muerto de hambre y de sed vuelve al lado de Baco para suplicarle que se hiciera cargo nuevamente de su peligroso regalo. Pero Baco no accede a sus ruegos y el infeliz Midas no tendrá otro remedio que echarse sobre las aguas del Pactolo, y este río, desde aquel momento, llevará en sus ondas las pepitas del precioso metal.
 
Midas merecía recibir otra lección para curarle de su ridícula presunción. Apolo se encargó de dársela. Persuadido de que poseyendo las riquezas gozábase de la omnisciencia sin haber estudiado nunca, el rey de Frigia se las daba de gran crítico, distribuía clasificaciones como un sabio consagrado, aparecía como un melómano perfecto y distribuía recompensas a tontas y a locas.

Su caso se agravó cuando tuvo ocasión de presidir el famoso concurso de música, cuyo epílogo fue la trágica muerte del sátiro Marsías. Lejos de observar la imparcialidad que le imponía al cargo provisorio que ocupaba, Midas exteriorizó visiblemente, en el curso del certamen, una marcada preferencia por el arte del sátiro.
 
Apolo, naturalmente, esperaba una ocasión oportuna para hacer deplorar a Midas su insigne indiscreción. Esta oportunidad se presentó de maravilla a consecuencia del incidente del Pactolo.
 
Cierta mañana que Midas procedía minuciosamente a su tocado, gracias al esclavo especialmente encargado de hacerlo, éste creyó descubrir que la oreja de su dueño y señor presentaba una apariencia extraña. Sin duda alguna, era más grande y más larga que de costumbre, y se la veía lleno de pelos, de unos pelos negros y exageradamente gruesos. El primer día, el esclavo no dijo nada, creyéndose víctima de una alucinación. Pero, de día en día, el fenómeno se iba acentuando: las orejas se alargaban más y más y los pelos endurecíanse pasando indiscretamente por los intersticios de los florones dorados de la corona real. El artista capilar velaba apurado para disimular aquella sorprendente aparición, pero no pudiendo conseguirlo se resignó a avisar al rey.
 
Obligado a rendirse ante la evidencia, Midas ordenó a su esclavo que guardara el secreto bajo pena de muerte; precisándole este castigo y repitiéndole que no podía revelar la infamante noticia a ninguna alma viviente.
 
El esclavo guardó silencio durante varias semanas, pero no pudiendo contenerse por más tiempo, cierto día se dirige al bosque, hace un profundo hoyo y con la cabeza en él, pronuncia, muy bajito, estas palabras:

"Midas, el rey Midas tiene orejas de asno". 
 
Rápidamente, vuelve a llenar el agujero y desaparece con la conciencia tranquila. Realmente, no lo había confiado a nadie; nadie, pues, debía saber nunca nada. Pero un día, pasando por aquel mismo lugar, oyó con sorpresa que de una planta surgida del mismo hoyo donde él enterrara su confidencia, salía una voz que pronunciaba aquellas mismas palabras que él creía cerradas como en una tumba. Las ramas repetían constantemente la maldita frase, que la brisa se encargaba de multiplicar, llevándola por todas partes; y muy pronto todo el país oyó las famosas palabras y nadie se saludaba sin repetir maliciosamente, en alta e inteligible voz:
 
"Midas, el rey Midas tiene orejas de asno".

 

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