miércoles, 14 de septiembre de 2016

MINERVA Ó ATENEA

 
La venida al mundo de Minerva tuvo lugar de un modo muy original. Bien es verdad que Júpiter no fue ajeno a la aventura ya que como bien sabemos el señor de los Dioses es experto en misterios y fantasías.
 
Un día Júpiter descubrió la bella y graciosa ninfa Metis, hija del Océano y de Tetis, la más inteligente y virtuosa entre todas las ninfas; y para darle una prueba de su gran afecto empezó por comérsela. Pero, poco tiempo después, comenzó a sentir que su cerebro vacilaba, a pesar de su innegable potencia, torturado por violentos dolores de cabeza...
 
No pudiendo soportar aquel dolor intolerable, decidió poner en práctica un medio enérgico y llamó a Vulcano, el famoso herrero, al cual pidió por favor que se sirviera abrirle el cráneo de un martillazo bien dado. Esta operación, para el dios del fuego, resultaba un juego infantil sin importancia alguna. Vulcano cogió su herramienta, fue al encuentro de Júpiter y "con mano decidida le abrió en la frente una profunda herida".
 
Y de esta herida solicitada salió una mujer joven y bella, armada de pies a cabeza, lanza en mano y casco puesto: ¡era Minerva! He aquí cómo se explica que fuera hija de Tetis y de Júpiter a la vez, y cómo se explica al propio tiempo que reuniera, desde su nacimiento, las virtudes de la primera y la potencia del segundo.

Minerva poseía la prudencia y la justicia, la sabiduría y la fuerza. Se le atribuye, además de la protección a las artes, la invención de la escritura y de la pintura, siendo muy experta en el arte de los bordados y en la tapicería. Tan brillantes cualidades comportan, naturalmente, algún ligero defecto. ¿Quién no lo tiene?

Nuestra distinguida inmortal es un poco susceptible. No solamente no puede soportar la crítica de ninguna especie, sino que no admite rival en la confección de puntillas y bordados.

Había realizado sus pruebas con ocasión del vestido que ofreció a Juno el día de su boda con Júpiter. Sus mujeres, todas con alguna autoridad en esta materia, reconocían su indiscutible superioridad y se contentaban con el papel de humildes imitadoras. Sólo una mujer, originaria de Lidia, llamada Aracnea tuvo la pretensión de igualar en habilidad a la divina hilandera y llegó a proponer un torneo con ella.

La soberana de la sabiduría y de las Bellas Artes, herida en su amor propio por las exageradas pretensiones la lidiana, hizo piezas una maravillosa labor que su rival había terminado y para coronar debidamente su venganza, transformó a la desdichada artista en una vulgar araña.

En otras lides había de participar la orgullosa hija de Júpiter. Se trataba de bautizar una ciudad que Cécropos había construido en Grecia. Neptuno y Minerva se disputaban el honor de apadrinarla y como no llegaban a un acuerdo, se decidió que el asunto fuese llevado al Tribunal de los dioses. Puesto en un compromiso, el divino areópago decidió otorgar la preferencia a quien de los dos le presentara una obra más perfecta.

Neptuno, entonces, golpeó nerviosamente la arena de los mares e hizo surgir un brioso corcel, ardiente y feroz, Pegaso, imagen de la guerra (es preciso no confundir este Pegaso con su homónimo, de quien hablaremos muy pronto a propósito de Medusa).

Luego apareció Minerva: el caballo de Neptuno huyó aterrorizado y la tierra produjo en su lugar un olivo gigantesco, lleno de fruto de toda especie, emblema de la paz.

La partida, pues, estaba ganada, porque en realidad, nada hay que pueda preferirse a la paz, y los dioses otorgaron la palma da la victoria a la hija de Júpiter.

En otra ocasión había de darse nombre a una ciudad helénica y Minerva la bautizó con el suyo propio, es decir, con la traducción de su nombre en la lengua de Homero: Atenea. Fue la ciudad de Atenas.

Pero ya hemos dicho que la diosa de la sabiduría era, bastante susceptible; y así no podía perdonar a Neptuno su antigua rivalidad y sólo buscaba una ocasión para dárselo a entender. Y la ocasión se presentó cuando el dios de los mares tuvo la imprudente audacia de perseguir con sus asiduidades, llegando incluso hasta el santuario de Minerva, a la más bella de las tres Gorgonas, Medusa.

La infortunada e inocente víctima sufrió la pena del crimen de Neptuno: su cabeza fue poblada de tantas serpientes como cabellos tenía y, además, su cara convertía en piedra a cuantos osaban contemplarla. Este fatal poder cesó de ejercer cuando el valiente Perseo, hijo de Júpiter y Dánae, llevó a cabo la heroicidad de coger la Gorgona por la espalda y de cortarle la cabeza de un espadazo... De la sangre que manó de la terrible herida nació un corcel dotado de grandes alas, Pegaso el verdadero Pegaso a quien se reserva un lugar preferente en el curso de nuestras narraciones. 

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