martes, 13 de septiembre de 2016

LOS JUEGOS OLÍMPICOS


Muy cerca de la ciudad de Olimpia, se celebraban en la antigüedad, en honor de Júpiter, unas grandes fiestas cuya fama ha llegado a nosotros a través de los siglos: Los Juegos Olímpicos.

Estas fiestas, llamadas "juegos", tomaban por pretexto el culto de la divinidad. Pero, en realidad, se trataba de diversiones que, con gran satisfacción del pueblo, organizaban los magistrados.

En todas las épocas, "el panero et circenses" (pan y juegos de circo) fue tan preferido de Grecia como de Italia, y la atracción de estas fiestas públicas o nacionales se ha ido perpetuando de siglo en siglo y de generación en generación.

Los Juegos Olímpicos, pues, comenzaron bajo los auspicios de la religión. Tenían lugar cada cinco años, durante una luna nueva. Comenzaba la solemnidad con los sacrificios que el pueblo ofrecía en el templo de Júpiter. Los altares, cubiertos de flores, estaban embellecidos con adornos magníficos; la sangre de las víctimas manaba a torrentes; y las ceremonias se prolongaban hasta bien entrada la noche, bajo la luz de la luna. Los instrumentos sagrados acompañaban con su dulce ritmo las oraciones de la multitud.

A los primeros fulgores de la aurora se tomaban las disposiciones necesarias para comenzar los juegos. Los premios se disputaban en el stadium y en el hipódromo según la naturaleza de las pruebas; el estadio estaba reservado a las carreras a pie y a combates diversos; el hipódromo estaba dedicado a las carreras de caballos y de carros. El estadio y el hipódromo, que, como hemos dicho, constituían la carrera olímpica, estaban armoniosamente guarnecidas de estatuas y de altares, ofreciendo una vista de conjunto grandiosa e imponente.

Antes de efectuarse el alistamiento definitivo de los concurrentes a las pruebas, éstos comparecían ante los jueces que debían fallarlas y prestaban juramento de comportarse lealmente y de no recurrir jamás a ninguna artimaña o recurso ilegal. La lealtad y el honor, pues, debían inspirar sus esfuerzos. Los parientes y amigos de los interesados eran testimonios de la fe jurada.

Cumplido este interesante requisito, comenzaban las pruebas. La carrera del estadio se abría por la mañana con las carreras a pie y los diversos ejercicios de agilidad y fuerza. Por la tarde se celebraban las emocionantes pruebas conocidas con los nombres de lucha, pugilato, pancracio y péntalo.

Los jugadores que debían tomar parte en la lucha, ungíanse el cuerpo con aceite con el fin de obtener mayor elasticidad en los movimientos y de dejar menos posibilidad de presa al adversario. Para ser declarado vencedor era necesario echar al suelo al antagonista por la espalda, manteniéndolo en esta posición. Las condiciones requeridas en este género de deporte parecen ser, poco más o menos, las mismas de hoy.

El pugilato era más peligroso porque exponía a los combatientes a sangrientas heridas y acarreaba con frecuencia la muerte de uno de ellos. Se comprenderá perfectamente si se tiene en cuenta que las manos estaban encerradas en una especie de cesto, en forma de guante con bandas de cuero entrelazadas y, algunas veces, guarnecidas de láminas de plomo; únicamente la cabeza estaba protegida por un casco de metal. Por su carácter brutal y cruel, el pugilato no era un combate digno y honroso. Reservábase a los plebeyos.

El combate gimnástico llamado pancracio era una mezcla de la lucha y el pugilato, pero ofrecía menos peligro porque los puños iban desprovistos de guantes. Como lo indica su prefijo penta, que significa cinco, el péntalo agrupaba cinco géneros de ejercicios: la lucha y la carrera, ya citadas, a las cuales se añadían el salto, el lanzamiento del disco y el tiro del dardo.

El salto se practicaba al son de la flauta para dar el ritmo y preparar la danza. El disco, en metal o en piedra, afectaba una forma circular llana y ligeramente abombada. Se trataba de ver quién lo lanzaría con un vigoroso impulso a más larga distancia. El dardo, por último, debía tocar al blanco fijado y para su ejercicio se necesitaba más arte y puntería que fuerza muscular.


En el vasto hipódromo la multitud asistía al espectáculo de las carreras de caballos y sobre todo a las carreras de carros: "las bigas" de dos o cuatro ruedas tiradas por dos caballos y las cuadrigas, tiradas por cuatro caballos de frente. Estas carreras se escalonaban durante cuatro o cinco días y clausuraban dignamente las fiestas en medio de un entusiasmo indescriptible.

El éxito que conseguían estimulaba a los propietarios de carros y de caballos. Este estímulo sólo era permitido a las personas adineradas. Los mismos reyes se complacían figurando en las listas, si no personalmente, al menos dando su nombre, al igual que los elegantes deportistas de nuestros días. De tal forma que muchas veces el primer premio fue ganado por personajes reales, entre otros por Pausanias, rey de Esparta y por Aquelao, rey de Macedonia. El mismo Alcibíades, no contento todavía con llamar la atención haciendo cortar la cola de su perro, se hizo representar en una de las fiestas por media docena de troncos soberbios que ganaron un envidiable número de coronas.

Los carros, montados de preferencia sobre dos ruedas bajas, eran estrechos, completamente descubiertos, cerrados por delante y accesibles únicamente por la parte posterior desprovista de portezuela. Podían tomar fácilmente el aspecto de una especie de tribuna. De forma elegante, iban lujosamente adornados con un gusto delicadísimo y según el amor propio de los respectivos propietarios.

Cuando se trataba de eclipsar un rival no se miraban los gastos de ningún tipo de género. Muy frecuentemente la decoración de las partes susceptibles de ser pintadas estaba hecha a base de la reproducción de escenas de combates y de luchas. Estos decorados eran siempre obra de mejores artistas, que así ponían a prueba su talento.

Los caballos corredores sufrían, antes de la prueba, un entrenamiento largo y minucioso. Habían comenzado por criarlos con muchos cuidados, tanto por lo que pacta a la alimentación, como a la higiene y a la elegancia exterior. Se les había educado igualmente para que fueran dóciles a la acción del freno y de las riendas y para que alcanzaran la mayor velocidad en la marcha y la mayor agilidad en los cambios y saltos.

En cuanto aparecían en la pista, el público demostraba su entusiasmo con aplausos y bravos. ¿Qué debía pasar, pues, cuando los ardientes caballos se ponían en acción volando sobre la arena más veloces que el viento y giraban rápidos, evitando la peligrosa meta por doce veces consecutivas?

Era entonces que los aplausos estallaban ruidosamente y que de extremo a extremo del inmenso circo se oían las aclamaciones de una multitud delirante.

Los triunfadores eran objeto de grandes homenajes. determinadas ciudades incluso derrumbaban una parte de muralla para engrandecer la entrada y celebrar con más solemnidad el regreso del ciudadano que acababa de honrar con un nuevo triunfo a su país natal.



 

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