lunes, 12 de septiembre de 2016

JÚPITER OLÍMPICO


Un soberano existe, reconocido universalmente por todos los poetas y autores mitológicos, como señor de los dioses y de los hombres. Nos referimos a Júpiter. El es el Dios por excelencia. A él perece al Olimpo, del cual se atribuye el nombre que le orgullece de una manera especial: Júpiter Olímpico.
 
Se elevaron numerosos templos para glorificarlo. Pueden contarse por docenas, siempre con un nombre disto, según el lugar que ocupan o según el acontecimiento que pretende consagrarse a su memoria.
 
En Roma, por ejemplo, Júpiter Capitolino es adorado en la montaña del Capitolio, cerca de la roca Tarpeya, donde Júpiter Tarpeyo recibe los votos y las oraciones.
 
Júpiter Estátor, es decir, que detiene, ha sido glorificado por haber unido a los romanos que huían, dispersos el ejército de los sabinos.
 
Júpiter Lapis, que significa "piedra" en latín, conmemora la piedra que Rea ofreció a Saturno en lugar de su hijo Júpiter.
 
Existen además toda una colección de adjetivos apropiados a los diversos efectos de su potencia: Júpiter Tonante, que hace temblar el mundo con el horroroso estrépito del trueno; Júpiter, Fulminante, que lanza rayos y relámpagos; Júpiter, Dios del Día, que ilumina el Universo con un inusitado resplandor...
 
Acabemos esta interminable nomenclatura para decir que su título más célebre y brillante ha sido el de "Olímpico", lo mismo que el Olimpo ha sido también su santuario más famoso. Y digamos, a título de detalle no exento de interés, que en este santuario predilecto de Júpiter se encontraba la famosa estatua del escultor Fidias.
 
En la admirable confección de esta obra maestra, única en el mundo, no se habían empleado otros materiales que el ébano, el oro y el marfil. El dios está representado en la solemne majestad de su omnipotencia; sentado en un trono de marfil con incrustaciones de oro y pedrerías, tiene en su mano izquierda un cetro de oro macizo, en cuya empuñadura hay una águila altiva, símbolo de la fuerza y de la autoridad. En su mano derecha ostenta una victoria alada, hecha de metales preciosos; su robusto cuerpo está cubierto por un gran manto de oro, dejando entrever, sin embargo, sus pies calzados con sandalias, que descansan sobre un taburete adornado de leones de oro cincelado.
 
Sobre su abundante cabellera una corona de hojas de olivo; una luenga barba ondulada da a su enérgico rostro un sello de sabiduría y bondad.
 
A cada lado del trono, tres deliciosas Bellezas le ofrecen su gracia y dulzura. Son las hijas de Júpiter, las Horas y las Gracias.
 
Esta breve e imperfecta descripción dará únicamente una pequeña idea de lo que debía ser esta obra incomparable concebida por el genio del más grande escultor de la antigüedad, obra tan maravillosamente bella que no se ha dudado en clasificarla entre las Siete Maravillas del mundo.
 
El mágico esplendor de su arte había deslumbrado universo entero. Para contemplarla se formaban caravanas en los más lejanos países y todo el mundo quedaba mudo y perplejo de admiración.
 
Dionisio el Antiguo, tirano de Siracusa, quiso darse cuenta por sí mismo del unánime entusiasmo demostrado por las poblaciones todas. Sus esperanzas no fueron defraudadas. Incluso pensó sacar algún provecho de su viaje al Olimpo.
 
Como observador práctico que era, se hizo una juiciosa consideración. Júpiter, se dijo Dionisio, debe estar terriblemente incómodo con su manto de oro "demasiado cálido en verano y exageradamente frío en invierno"...
 
Simulando, pues, que realizaba una obra piadosa librando al rey de los dioses de prenda tan poco confortable, y, conociendo el valor de las cosas, ofreció a cambio del manto un mullido abrigo de lana decididamente mucho más práctico en todas las estaciones del año.

 
 
 

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