jueves, 26 de julio de 2018

ORÁCULOS Y AUSPICIOS DE LOS GERMANOS


Los belicosos pueblos a quienes apellidó bárbaros la soberbia romana, tenían muchas supersticiones. Sería largo documentar todas y cada una de ellas aunque dedicásemos a su realización el dilatado espacio de muchos años.
 
En medio del perpetuo batallar de aquel espirante coloso que había sojuzgado a casi todas las naciones con el formidable tropel de enemigos que de todas partes acudían a repartirse sus despojos; en medio del incesante vaivén de las emigraciones que arrojaban las tribus del Norte y del Oriente como una avenida devastadora sobre el opulento y decrépito imperio que por espacio de tantos siglos los mantuvo a raya, se veían aparecer de cuando en cuando algunas sombras de vago contorno, algunos mitos de indefinida significación, muy distintos de los viejos dioses de la Hélade y del Lacio.
 
Eran las rudas deidades del naturalismo, grosera concepción de unas hordas montaraces destituidas de toda cultura y cuya superstición feroz y agreste hacia vivísimo contraste con las magníficas pompas, los espléndidos sacrificios y el refinado sensualismo artístico y literario del culto romano.



Recordando las donosas ocurrencias de Jenófantes, podríamos decir que aquellas razas indómitas y primitivas personificaban en sus númenes sus propias pasiones, creyendo de buena fe que así legitimaban sus apetitos y disculpaban sus excesos.
 
Toda deidad es un reflejo del corazón que la adora; cada hombre reviste a Dios de las perfecciones ideales que sueña su propio espíritu; cada cual concibe a la Divinidad con arreglo a su propia capacidad y a sus naturales sentimientos.

Es indudable que Mahoma no la concibió como Platón, ni Luis XI de Francia como Séneca, ni Torquemada como Fenelon y S. Vicente de Paul. Como catorce siglos antes de Cristo se calcula que penetraron los germanos en Europa, tras los Íberos, los Fineses y los Galos que ya antes se hablan establecido en ella, derramándose esta nueva emigración desde el Dniéster al Pruth y por toda la vasta extensión de terreno comprendida entre los Cárpatos y los Urales.

En el continuo vaivén de las razas que tumultuosamente se empujaban y contendían en el norte y el centro de Europa, tropezaron esas tribus nómadas y belicosas con la secular barrera del imperio romano, que los bárbaros aprendieron a despreciar cuando la enervadora molicie de la señora del mundo la obligó a tomar a sueldo  a aquellos agrestes guerreros, tan codiciosos del espléndido botín con que les brindaban las civilizadas comarcas del Mediodía.

Tácito nos refiere algunos rasgos característicos de la superstición germánica.

Dice que ningún pueblo tuvo fe más ciega en la adivinación y los auspicios. Su manera de consultar la suerte era sumamente sencilla. Hacían pedazos una rama de árbol frutal haciendo en cada uno de ellos algunas señales y echándolos al azar sobre un blanco lienzo. Luego el sacerdote de la tribu, si se trataba de un asunto público o el de la familia, si se trataba de asuntos privados, cogía tres veces cada uno de aquellos pedazos, invocando a los dioses con los ojos alzados al cielo e interpretaba la señal hecha en aquellos. Si era desfavorable, se abstenían de toda consulta en aquel día; más si era propicia, consultaban a los augures que eran muy expertos en el arte de interpretar el canto y el vuelo de las aves.

Eran adivinanzas características de aquellos pueblos las que hacían por medio de los caballos. Tenían algunos alimentados a expensas del pueblo en los bosques sagrados, con la particularidad de que debían ser enteramente blancos y no podían ser dedicados a ninguna labor.
 
Los uncían a un carro sagrado y el sacerdote o el caudillo de la tribu los observaba atentamente sacando un presagio de sus movimientos y de sus relinchos. Este era el más decisivo de los auspicios, no solo para el pueblo, sino también para los grandes y para los sacerdotes.

 

Otro auspicio muy usado entre ellos para conocer anticipadamente el éxito de sus guerras, era hacer luchar contra un guerrero escogido de su raza a un cautivo de la nación enemiga, considerando como presagio seguro el resultado de ese duelo singular.

Creían los germanos que las mujeres tenían un don santo y profético, y en consecuencia hacían gran caso de sus consejos y sus respuestas, cual si las debiesen a un oráculo.

El mismo Tácito nos habla de la famosa Veleda, a la cual honraron muchas tribus como una divinidad, recordando de paso que también adoraban a Aurinia y a varias otras. 

Veleda gozaba de tanto prestigio entre los suyos, que la elegían como arbitro en las diferencias que se suscitaban entre sus tribus, y ella, para que el trato no engendrase demasiada familiaridad, en vez de conferenciar con las diputaciones que le enviaban, permanecía retirada en lo alto de una torre, recibiendo los mensajes y dándoles contestación por medio de uno de sus parientes que le servía de intérprete. Todo esto aumentaba en alto grado la veneración del vulgo, muy propenso ya a mirar como seres superiores a sus inspiradas sacerdotisas.

Veleda fue sin duda un tipo excepcional en su clase, pues en el libro V de las Historias de Tácito, vemos que hasta los generales romanos buscaban su amistad y solicitaban su mediación cuando querían ajustar las paces con sus irreconciliables enemigos de las Galias.

Parece ser que no fueron estos los únicos romanos que se tomaron en serio el papel que las druidesas desempeñaban en aquella bárbara sociedad, pues Flavio Vopisco nos refiere que el emperador Aureliano las consultó para saber si sus descendientes continuarían ocupando el trono, a lo cual respondieron ellas que ningún nombre se haría tan ilustre en la república como el de los sucesores de Claudio, lo cual no deja de ser una respuesta como de oráculo, pues dista mucho de ser pertinente y categórica.
 

 

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