miércoles, 4 de julio de 2018

EREMITAS, ASCETAS Y ANACORETAS EN LA INDIA

 
No es raro encontrar en las literaturas occidentales la conmovedora alianza de un animal dotado de sobresaliente instinto con algún héroe o santo a quien favorece en sus empresas o defiende en sus peligros; pero, en la India, los irracionales nunca lo son sino en apariencia, pues a lo mejor articulan palabras, emiten sesudos juicios y relatan al absorto auditorio la serie de curiosas aventuras que hizo revestir tan modestas formas materiales a sus espíritus caídos en pecado.

Por la misma razón, en ninguna parte están los vegetales dotados de tanta sensibilidad como en la India, esto es, de una sensibilidad unida a la inteligencia y capaz de asociarse a los goces y a los pesares del hombre. Así,  ¡con qué esmero y delicada ternura se cultivan allí aquellas plantas que como graciosos pebeteros embalsaman el ambiente con preciosos aromas, aquellas trepadoras lianas que entretejen un toldo de espléndidos visos en la selva y comparten los dolores del hombre llorando una lluvia de flores!.
 
La corpulenta manga y el elegante cocotero tienden los brazos en la espesura brindando ayuda al viajero, extenuado por ardorosa sed, con sus sabrosos y refrigerantes frutos; el inmenso rotang fabrica maravillosas glorietas para preservarle de los abrasadores rayos del sol; el incorruptible sándalo le obsequia con su perfume suavísimo, cual el sentimiento emanado de un corazón firme en la lealtad. El indio, agradecido, ama todas esas plantas considerándolas, y no sin razón, como excelentes amigas.
 

Allí donde todo está de tal manera animado, no hay en rigor sino una sola alma, y esa alma universal que todo lo vivifica, es Dios, en quien está absorbido el universo hasta reducirse a un conjunto de fenómenos sin existencia sustancial y distinta.
 
Leemos en los Vedas que Brama es el mismo que el espíritu luminoso revestido de un cuerpo que forma el yo corporal e idéntico con el alma suprema, lo que explica cómo debe entenderse la doctrina de que ese Supremo Ser no tiene en sí ninguna multiplicidad, por lo cual aquel que le ve como múltiple, cae muerto después de la muerte, esto es, se condena sin remisión. Esta teoría, engendrada por el afán de reducirlo todo a la unidad de sustancia ideal por una contemplación harto exclusiva del poder de un Dios infinito, desagrada a la conciencia del hombre que no desconoce su personalidad ni su libre albedrío.

Los teólogos han definido a Dios diciendo que es un Ser de tal naturaleza, que no puede concebirse otro que sea mayor ni mejor que El, esto es, una sustancia inteligente superior a todo lo creado, y además creador y director de todas las cosas, independiente, inmutable, eterno, infinito, inmenso, purísimamente activo, en una palabra, perfecto en todos géneros de un modo sumo e infinito. Pronto se puede ver la procedencia de este extravío filosófico según el cual Dios constituye por el desarrollo infinito de su esencia todas las partes del mundo, las cuales no existen sino en él y por él, es una concepción errada.

 
Maravilla en verdad que la teoría panteísta, cuyo resultado indeclinable parece que ha de ser la propensión al más exagerado fatalismo, haya podido llevar a los ascetas de la India a macerar sus cuerpos con tan crueles y sistemáticas mortificaciones, a fin de reprimirse la voluntad con la aflicción de la carne.

Por lo demás, el carácter de esos penitentes difiere en alto grado del que estamos acostumbrados a ver en los ermitaños del Cristianismo. En primer lugar, no suele figurar la humildad en el número de sus virtudes; los méritos contraídos por la mortificación les inspiran muy a menudo una soberbia que desdice sobremanera del carácter que nos complacemos en atribuir a los que huyendo de las pompas mundanas procuran alcanzar en la soledad la perfección del espíritu.

 
En el drama de Kalidasa, el penitente Dourvasas, tipo en el cual han personificado los poetas indios al asceta irascible y vengativo, llega al umbral de la choza de Sacuntala, y como ésta no le oye distraída por el dulce recuerdo de su regio amante, el anacoreta exclama enfurecido:

- Aquel en quien estás pensando con un corazón tan absorto en él que no me ves a mí, rico en penitencias, perderá todo recuerdo de ti, como un hombre ebrio no recuerda al despertar las palabras que profirió en la embriaguez.

Al oír esta terrible imprecación, las compañeras de Sacuntala dejan caer despavoridas los cestos de flores que llevan en la mano, y mientras una de ellas se dispone a preparar agua para lavar los pies del terrible ermitaño, la otra procura aplacarle, diciéndole postrada de hinojos:

- Venerable, ruego a tu santidad que se digne perdonar esta falta de una persona afligida y considerar que un amor invencible tenia cerrados sus ojos a la eminencia de tu majestad.

Apaciguase con esto la cólera de Dourvasas, pero guardando su ofendida soberbia un resto de rencor, responde:

- Mal sentara en mí que fuera vana mi palabra; mas cesará el efecto de la maldición a la sola vista de una joya que evoque en la mente del rey el recuerdo de vuestra amiga.

En efecto, el monarca olvida completamente a la infortunada doncella, calificando de impostura el relato de sus solemnes juramentos, hasta que conducen los guardas de palacio a su presencia a un pescador que había encontrado en el rio la sortija que en prenda de eterno cariño había regalado el rey a su amada.

San Juan Crisóstomo decía hablando de los anacoretas cristianos:
 
«Para aquellos piadosos solitarios los nombres de los grandes, de los príncipes de la tierra, no son más que palabras vacías de sentido; se ríen de su fausto y de su magnificencia, como nos reímos nosotros de aquellos niños que hacen de reyes en sus juegos.»
 
Pero este desprecio de las pompas mundanas no era engendro de la soberbia, sino hijo del profundo convencimiento de la nada de las cosas terrenas. Jueces, generales y príncipes, y hasta el mismo emperador consultaban a S. Antonio Abad en su retiro, y el piadoso anacoreta, lejos de engreírse con tan extraordinarias distinciones, proclamaba la máxima de que solo el hombre verdaderamente humilde podía preservarse de los peligros y asechanzas que cubrían el mundo.

Por otra parte el carácter de esos solitarios de la India es muy complejo en la leyenda popular, que dista mucho de presentarlo como exclusivamente ascético y contemplativo. En ciertas ocasiones más puntos de semejanza tienen con los magos de los poemas caballerescos de occidente que con los piadosos ermitaños del cristianismo.
 
Cuando Vishnú, encarnado en el príncipe Rama, emprendió con Sita, su encantadora esposa, la peregrinación en la cual le acontecieron tan fantásticas aventuras, vio una tarde al ponerse el sol un hermoso lago de una yodjana -cinco millas inglesas- de extensión. Al aproximarse a él se oía el canto de voces celestiales acompañadas por la apacible armonía de muchos instrumentos de música; mas no parecía sino que aquel suave concierto brotaba del fondo mismo de las límpidas aguas, pues no se veía una alma viviente por aquellos alrededores.
 
Maravillado Rama por tan singular espectáculo, llegó hasta un solitario que allí se encontraba y le dijo:

- Ese maravilloso espectáculo ha despertado en nosotros vivísima curiosidad. ¿Podrías explicarnos ese misterio?
 
 Y el solitario le respondió de este modo:

- Se cuenta ¡oh Rama! que el anacoreta Mandakarni fue quien creó en otro tiempo, gracias al poder de su paciencia, este lago que llaman de las Cinco Apsaras. En efecto, este gran solitario, sentado sobre una piedra y sin alimentarse sino del viento, soportó por espacio de diez mil años una dolorosa penitencia.

Atemorizados por semejante energía, todos los dioses, incluso el mismo Indra, exclamaron:

- ¡Ese anacoreta tiene la ambición de arrebatarnos nuestros puestos!

Cinco Apsaras de la más alta jerarquía y adornadas con celeste compostura fueron en consecuencia enviadas por todos los dioses a fin de distraer al anacoreta de su penitencia. En cuanto llegaron a estos lugares, aquellas ninfas se entregaron a graciosas danzas y entonaron voluptuosos cantares con el propósito de hacer caer en tentación al solitario. La consecuencia de esta aventura fue que para asegurar el trono de los Inmortales esas Apsaras hicieron sucumbir bajo el poder del amor a aquel gran asceta cuya mirada abarcaba con igual perspicacia lo pasado que lo venidero. Las cinco Apsaras fueron elevadas al honor de ser sus esposas, y el ermitaño creó para ellas en este lago un palacio invisible. Esas bellísimas ninfas lo habitan cuanto quieren, y orgullosas de sus juveniles atractivos, distraen con ellos al anacoreta de los rigurosos trabajos de su penitencia.

- Ese gran rumor que oís lo producen los juegos de esas bayaderas celestes: son sus canciones que arrebatan y enajenan el ánimo en éxtasis divino, armonizando con el alegre sonido de los brazaletes de oro y pedrería que llevan sobre el tobillo y que agitan en la danza con graciosa donosura.

¿Qué novedad tienen después de esto los lagos y palacios encantados de los libros caballerescos, tan magníficamente descritos por Cervantes en su Don Quijote?



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