viernes, 13 de julio de 2018

TLALOC, EL DIOS AZTECA DE LA LLUVIA


Tlaloc era el dios de la lluvia y la humedad. En un país como México, donde el éxito o el fracaso de las cosechas depende totalmente de la naturaleza o, dicho de otra forma, de la lluvia, sería fácilmente una deidad de gran importancia.

Se creía que construyó su casa en las montañas que rodeaban el valle de México como si fuesen el origen de la lluvia local y su popularidad estaba garantizada por el hecho de que había más representaciones escultóricas de él que de las restantes deidades mexicanas.

Se le representa generalmente en una actitud semirrecortada con la parte superior del cuerpo apoyada en los codos y las rodillas medio extendidas, probablemente para representar el carácter montañoso del país del que procedía la lluvia.

Estaba casado con Chalchihuitlicue (Dama Esmeralda), que le dio numerosos hijos, los Tlalocs (nubes).

Muchas de las figuras que lo representaban se tallaban en la piedra denominada chalchiutll (jade), para simbolizar el color del agua, y en algunas se le mostraba sujetando una serpiente de oro que simbolizaba el relámpago, pues los dioses del agua están estrechamente identificados con el trueno que cae de las colinas y acompaña copiosas lluvias.



Tlaloc, igual que su prototipo, el Kiche dios Huracán, se manifestaba de tres formas: como destello del relámpago como rayo y un trueno. Sin embargo, su imagen estaba orientada hacia el Este, donde se supone que fue originado; se le veneraba como morador de los cuatro puntos cardinales en todas las cimas de las montañas. Los colores de los cuatro puntos de la brújula, amarillo, verde, rojo y azul, de los que procedían la lluvia con vientos, estaban dentro de la composición de su traje, que más abajo estaba atravesado por rayos de plata, tipificando los torrentes de la montaña.

Un jarrón con toda la descripción de cereales se colocaba delante del ídolo como ofrenda de la vegetación que se esperaba llegase a fructificar.

Él habitaba un paraíso lleno de aguas llamado T'alocan (El País de Tlaloc), un lugar de prosperidad y frondosidad, donde los que habían sido anegados o derribados por un rayo o que habían muerto por una enfermedad hidrópica disfrutaban eternamente de la felicidad. Todos los que no murieron por esas causas fueron a la oscura morada de Mictlan, el devorador y tenebroso señor de la muerte.

En los manuscritos nativos Tlaloc es generalmente representado como de complexión oscura, un gran ojo redondo, una hilera de colmillos y sobre los labios una raya angular azul curvada hacia abajo y enrollada al final. Esta última característica se supone que le venía de los anillos de dos serpientes, sus bocas con largos colmillos en la mandíbula superior se juntaban en el medio con el labio de arriba. La serpiente, además, simboliza el relámpago en muchas mitologías americanas y también representa el agua. Bien tipificada por sus sinuosos movimientos.

Se sacrificaban anualmente muchas doncellas y niños en ofrenda a Tlaloc. Si los niños lloraban se tenía como feliz presagio para la estación lluviosa. El Etzalqualiztli (cuando comen habas) era el festival de su jefe y se celebraba aproximadamente el 13 de mayo, más o menos cuando comenzaba la estación lluviosa.

Otro festival en su honor, el Quauitleua, comenzaba el año mexicano el dos de febrero. En el festival anterior los sacerdotes de Tlaloc se zambullían en el lago imitando los sonidos y los movimientos de las ranas, como habitantes del agua, bajo la protección del dios. Chalchihuitlicue, su esposa, era a menudo representada con la pequeña imagen de una rana.


Sacrificio a Tlaloc

También había sacrificios humanos en ciertos puntos de las montañas donde se encontraban estanques artificiales a Tlaloc.

Los cementerios estaban situados en las cercanías y las ofrendas a los dioses se enterraban cerca de los lugares de la sepultura de los cuerpos que habían sido víctimas en el servicio.

Su estatua estaba situada en la montaña más alta de Tezcuco; un viejo escritor menciona que se ofrecían al dios anualmente cinco o seis niños en varios puntos: se les extraía el corazón y se enterraban sus despojos.

Las montañas de Popocatepetl y Teocuinani son importantes por su altura y en esta última se construyó su templo, donde figuraba su imagen labrada en piedra verde.

Los nahuas creían que la constante producción de alimentos y lluvia proporcionaba una condición de ancianidad en aquellos dioses cuya obligación era abastecerlos. Los dioses rechazaban esa condición, temerosos de que si fallaban en su actuación, podrían morir. Ellos les otorgaban, según su acuerdo, un período de descanso y recuperación, y una vez cada ocho años se celebraba un festival llamado Atamalqualiztli (ayuno de avena y agua), durante el cual todos los miembros de la comunidad nahua volvían a la época salvaje. Vestidos con trajes representaban todas las formas de vida animal, e imitando los sonidos de algunas criaturas, las gentes bailaban alrededor del tocalli de Tatloc, con el propósito de divertirlo y entretenerlo después de su trabajo, de haber producido próspera y fertilizante lluvia en los últimos ocho años. Llenaban un lago con culebras de agua y ranas y la gente se zambullía, cogiendo los reptiles con la boca y comiéndoselos vivos.

El único grano comestible que podían tomar esa estación de descanso era papilla de maíz. Si uno o más campesinos prósperos o terratenientes consideraban necesaria la lluvia para que crecieran sus cosechas, o si temían una sequía, buscaban a uno de los profesionales que hacían ídolos de masa o pasta para que moldease uno de Tlaloc. A esta imagen le ofrecían papilla de maíz y pulque. Durante toda la noche los granjeros y sus vecinos bailaban gritando y chillando alrededor de la figura con el propósito de despertar a Tlaloc de su inactividad. El día siguiente lo pasaban bebiendo grandes tragos de pulque y tomándose un necesario descanso debido al esfuerzo de la noche anterior.

Es fácil encontrar en Tlaloc semejanzas con otras concepciones mitológicas que se extienden entre los pueblos indígenas de América. El es similar a las deidades como el Hurakán de Kiche en Guatemala, el Pillán de los aborígenes de Chile y como el dios-trueno del Collao en Perú. Sólo sus poderes atronadores son distintos a la hora de hacer llover, y en esto difiere con respecto a los dioses aludidos.


 

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