viernes, 7 de septiembre de 2018

LA CIUDAD DE LOS CÉSARES


 
El Descubrimiento de América y las colosales riquezas de oro, plata y piedras preciosas encontradas en los imperios aztecas, chibchas e incas, predispuso a los españoles a creer en la existencia de nuevas y más maravillosas riquezas en el Nuevo Continente.
 
Sin conocer la geografía de las inmensidades de tierras vírgenes que los rodeaban y escuchando los relatos de los nativos, muchas veces confusos y otras muchas también interesados en alejarlos lo más posible de sus comarcas, los españoles con tesón y audacia se internaron por selvas, serranías y desiertos, cruzaron muchas veces una de las cordilleras más altas del planeta, siguiendo tras un mito o un espejismo.
 
Ni abismos ni torrentosos ríos, nada los detuvo. Ambición desmedida de riquezas, han dicho algunos. Tal vez, es posible. Pero también, siempre llevaron consigo la Cruz de Cristo y el mensaje de amor de su Evangelio para convertir a los nativos.
 
Fueron Descubridores, Adelantados, Conquistadores, pero también fueron colonizadores. Allí están como muestra las hermosas ciudades coloniales que hoy el mundo admira en su arquitectura y expresión del amor de esos hombres por las tierras que descubrían. Y allí está la raza que crearon, en esa "otra España" que se prolonga desde el Trópico de Cáncer hasta el mismo Polo Sur.



Seguramente no podrán decir lo mismo otros "colonizadores" europeos, que llegaron con su racismo y su dogmatismo puritano a desolar las tierras del nuevo Continente y que diezmaron a los aborígenes, pero no se mezclaron con ellos. Seguramente no eran poetas ni tampoco románticos. No creyeron ni en mitos ni leyendas. Sólo ambicionaban las tierras y la riqueza que en ellas podían encontrar. Por eso no trajeron misioneros como los españoles. No venían a evangelizar...
 
Pero, volvamos a esos hombres que recorrieron las tres Américas. A Colón que tras el espejismo de las Indias descubrió en 1492 el Nuevo Continente. A Hojeda y Vespucio que llegan a las costas de Venezuela en 1499. A Balboa que en 1513 descubre el mar del Sur (Océano Pacífico) en el istmo de Panamá. A Ponce de León que ese mismo año buscando la Fuente de la Eterna Juventud llega a La Florida (actualmente en poder de Estados Unidos). Y a Hernando de Soto, Cabeza de Vaca, Pineda y Narváez que descubren las tierras que hoy conforman el Sur de los Estados Unidos de Norteamérica. Sin olvidar a Hernán Cortés que, en 1519 había descubierto el Imperio de los Aztecas y había tomado Tenochtitlán, la actual Ciudad de México.
 
Esos hombres que persiguieron El Dorado, serían los mismos que buscando la Ciudad de los Césares llegarían hasta las tierras australes del Continente recién descubierto. Tras ellos, irían quedando nuevos pueblos y muchos indios de nombre Juan que el bautismo de Cristo les habría conferido.

El mito habla de una ciudad fundada por españoles que se perdieron en algún lugar cercano a la cordillera de los Andes, posiblemente al sur del Perú, pero, más bien, en las serranías australes de Argentina o de Chile. La leyenda fue vistiendo con el encanto propio de las sagas a la mítica ciudad con ropajes maravillosos. Se decía que en ella todo era de oro, hasta las campanas de las iglesias, los enrejados de puertas y ventanas y los utensilios de uso común, ya que no contarían con otro tipo de minerales.
 
Sus habitantes gozarían de inmortalidad y la ciudad estaría sellada a los extranjeros, ya sea porque un cataclismo la había aislado o por un "encantamiento" que la hacía invisible a quienes tan afanosamente la buscaban.
 
En la Ciudad de los Césares, se confunden, pues, los mitos más ardorosamente perseguidos por algunos descubridores: Encontrar el oro (El Dorado) y la inmortalidad (La Fuente de la Eterna Juventud).

El nombre de Ciudad de los Césares proviene, posiblemente, de una confusión de un hecho histórico y de vagas informaciones dadas por los nativos a expedicionarios. El hecho histórico a que se hace referencia es el siguiente:
 
En 1534, la corona de España comisionó al cosmógrafo portugués Simón de Alcazaba para que iniciara la conquista de las tierras del actual Estrecho de Magallanes. Al llegar la armada de Alcazaba al Estrecho y comprobar los navegantes la soledad de las estepas australes y la absoluta falta de riquezas, se amotinaron y asesinaron al cosmógrafo Alcazaba, con la intención de utilizar los navíos para transformarlos en barcos corsarios. Los oficiales leales a la corona consiguieron dominar la sublevación y ejecutaron a los cabecillas. Al resto de los amotinados los dejaron abandonados a orillas del Estrecho. De los doscientos ochenta hombres que se habían embarcado en el puerto de Sanlúcar, sólo regresaron ochenta. Del resto, algunos murieron durante el amotinamiento, otros fueron ejecutados y los demás quedaron vagando por la Tierra del Fuego.
 
Después de este intento de colonizar la Tierra del Fuego y las riberas del Estrecho, la Corona española encomendó una nueva expedición a Francisco de Camargo. Al no poder éste iniciar el viaje, el Obispo de Placencia, don Gutierre de Vargas, decidió costear la expedición y poner a la cabeza de ella a Frey Francisco de la Rivera, Comendador de Burgos, saliendo de España en el segundo semestre de 1539. La expedición, llamada del Obispo de Plasencia por haberla éste financiado, llegó al Estrecho el 20 de enero de 1540.


 
El desconocimiento de las corrientes del Estrecho y de los intempestivos cambios climáticos de la zona, hizo zozobrar a la nave capitana y dispersó a las otras tres integrantes de la flota. Todos los náufragos de la nave capitana lograron milagrosamente salvarse en la costa. Las naves restantes fueron dispersadas por las corrientes. Una de ellas, al mando de Gonzalo de Alvarado, se refugió en una bahía de la Tierra del Fuego durante seis semanas. De allí regresó directamente a España para dar cuenta del desastre de la expedición.
 
Otra de las naves, comandada por Alfonso de Camargo, logró atravesar el Estrecho y llegar hasta el Perú, donde, dado su estado, fue desguazada y vendida.
 
De la cuarta nave nunca más se tuvo noticias. Tampoco nunca más se tuvo noticias del Comendador de Burgos, Frey Francisco de la Rivera, y de todos los náufragos de la nave capitana. Se supuso que dichos expedicionarios que lograron salvar armas y pertrechos, lograrían vivir largos años perdidos en tan remotas regiones. Seguramente, también, la presencia de los españoles no fue ignorada por los indios fueguinos que trasmitirían tal noticia de tribu en tribu, desde la Patagonia hasta los enclaves fundados por los españoles en Chile y Argentina.
 
Los españoles nunca olvidaron a esos náufragos perdidos en las tierras australes. Los imaginaban casados con indias y fundando una ciudad que con el tiempo se fue cubriendo de fantasías y dando paso a las leyendas. Este es un hecho histórico cierto: dos expediciones navales enviadas al Estrecho dejaron decenas y decenas de hombres vagando en las estepas australes.
 
Otro hecho histórico que había sucedido en 1529 va unido a la formación del mito. Efectivamente, en octubre de ese año, los españoles de Caboto en la zona del Río de la Plata oyeron hablar de las riquezas de la Sierra de la Plata y decidieron varios de ellos internarse tierra adentro en su búsqueda. Autorizados por Caboto, partieron quince hombres al mando del capitán Francisco César. Demás está decir que la Sierra de la Plata, tan mencionada por los indios, eran las minas de plata de Charcas.
 
Los españoles oyeron también a los indios de la Pampa, de Mendoza, San Luis y San Juan hablar de un imperio donde había oro y muchas riquezas. Indudablemente los indígenas se referían al Imperio de los Incas. Pero los hombres de Francisco César vislumbraron un nuevo espejismo de maravillas en el continente que tantas les había ofrecido ya.
 
Muchos estiman que en esta excursión realizada por César a las pampas argentinas haya sido el comienzo de la leyenda de la ciudad "de César" y después "de los Césares" por extensión, a lo que habían visto los españoles que habían acompañado a César y, con el tiempo, se mezcló con el rumor de la existencia de los náufragos de la Patagonia, entremezclando fechas, rumores y decires de los nativos.
 
El historiador argentino don Enrique de Gandía, sostiene que la historia de "César" (el capitán Francisco César) llegó a Chile hasta dar su nombre a las leyendas que circulaban sobre los náufragos del Estrecho. Confirmaría esta tesis el hecho de que los nombres con que se distinguió a otras conquistas, más o menos fabulosas, se aplicó también a la ya mitológica odisea de los "cesares" patagónicos y sus fantásticas ciudades.
 
El mito y la leyenda se habían asentado en la imaginación de los conquistadores y serían el aliciente para expediciones que saldrían de Argentina y Chile a buscar en la cordillera austral la nebulosa Ciudad de los Césares. Algunos lo harían para encontrar su riqueza y otros para salvar las almas de los extraviados.

El mito patagónico se fue adornando con una bella ciudad que, con el tiempo transcurrido desde el fracaso de la expedición de la Armada del Obispo de Plasencia, habrían erigido los náufragos en las ignotas soledades del sur del continente. Los eternos ensueños de El Dorado revoloteaban ahora en torno a la Ciudad de los Césares, haciéndola imaginar bella, populosa y rica, tal como si ella fuera el reflejo del hermosísimo Cuzco. Así fue cómo el mito se agigantó y se extendió a todo lo ancho del continente austral.
 
Se la buscó desde el tórrido Chaco hasta las llanuras patagónicas, internándose aun en los cañadones y contrafuertes cordilleranos, hasta perderse en las nieves eternas. Pero no eran sólo conquistadores los que corrían tras la sombra y el recuerdo de los náufragos perdidos en el Estrecho y de sus asombrosas ciudades; los misioneros también quisieron llevar la voz del Evangelio a aquellos cristianos.

Muy avanzado ya el siglo XVII, a fines de 1670, el Padre Nicolás Mascardi partió de Chiloé (Archipiélago al sur de Chile), guiado por Huanguelé, una princesa india convertida al catolicismo con el nombre de Estrella, que decía saber dónde se encontraba la Ciudad de los Césares. La expedición iba integrada también por caoneros y taladores expertos en aventurarse en zonas de ríos torrentosos y selvas vírgenes.

Al llegar al Lago de Nahuelhuapi (actual zona de San Carlos de Bariloche, en el sur argentino), el padre Mascardi envió indios mensajeros con cartas escritas en castellano, latín, griego, italiano, araucano, poya y puelche a "Los señores españoles establecidos al sur de la laguna de Nahuelhuapi". Los indios volvieron con un cuchillo, un pedazo de espada y otros objetos, explicando que se los habían dado dos hombres vestidos de blanco, con los cabellos y barba largos.
 
El padre Mascardi supuso que se trataría de los Césares, pero las autoridades chilenas pensaron que podría tratarse de los últimos sobrevivientes del naufragio de una nave, poco tiempo antes en las cercanías del Estrecho de Magallanes, en la zona de los canales australes.
 
Posteriormente, en 1672, el padre Mascardi inició una nueva expedición desde Nahuelhuapi al oriente hasta llegar al Atlántico. Eso le permitió descubrir los restos de un campamento que después se confirmó que había pertenecido a Juan de Narborough que, por orden del Rey de Inglaterra había explorado la Patagonia con el poco honesto propósito de tomar posesión del Estrecho de Magallanes, a fin de controlar el paso de las naves españolas al Pacífico, y establecer guaridas para corsarios y piratas. El padre Mascardi murió martirizado en la misión de Nahuelhuapi el año de 1673.

Las informaciones que obtuvo el padre Mascardi de los "Césares" y los descubrimientos que hizo en sus numerosas expediciones, prueban, a juicio de Enrique de Gandía, que los indios, al ser interrogados si tenían conocimiento de cristianos, respondían afirmativamente, sin mentir, pues se referían a náufragos perdidos en costas lejanas, a campamentos de marinos extranjeros o a poblaciones españolas cuyos nombres desconocían, pero habían entrevisto o conocían por relatos de otros indios.
 
La confusión creada por la falta de expedición en las comunicaciones, y el desconocimiento geográfico del territorio en que se internaban los expedicionarios era la principal causa de ello. Como ejemplo, cabe señalar que la vaguedad con que los indios llevaban las noticias a través de la Patagonia y las pampas argentinas, hicieron que la expedición del padre Mascardi fuese tomada por la Ciudad de los Césares por la gente de Buenos Aires.
 
Al mismo tiempo, los confusos detalles que los indios daban al padre Mascardi de los cristianos de Buenos Aires y de otras ciudades recientemente fundadas por los españoles, hacían surgir en la mente del misionero la imagen de la ciudad encantada. A tanto llegó la tal confusión que el Cacique Melicurá, que se presentó al padre Mascardi como proveniente de la Ciudad de los Césares, con una carta del "Capitán de los Huincas", sólo traía un certificado de buena conducta de don José Martínez de Salazar, Gobernador de Buenos Aires, firmado en el Fuerte de dicha ciudad el 15 de agosto de 1673. Por lo tanto no hay que olvidar que los indios recorrían las extensas pampas argentinas desde el Chaco a la Patagonia trasmitiendo una misma noticia de un extremo a otro del continente, con las obvias variantes que adquiere toda trasmisión oral. Los que se engañaban con estas noticias eran los españoles, que en todas ellas querían encontrar descripciones de la Ciudad de los Césares.
 
Esos descubridores, alucinados por una leyenda enloquecedora, ignoraban la historia de los naufragios y las exploraciones llevadas a cabo por barcos extranjeros, que aparecían clandestinamente. Así sucedió con la leyenda de Paititi (Perú) que describían los indios. Los españoles no podían concebir que los indios les hablasen y les describiesen las poblaciones de donde ellos mismos acababan de salir y se imaginaban que eran nuevos imperios por conquistar.

En el siglo XVIII los españoles siguieron buscando la Ciudad de los Césares casi con más ahínco que en los primeros tiempos de la Conquista.


 
El jesuita, padre Alonso de Ovalle, en su "Historia de Chile", incluye una descripción de los "Césares", diciendo que hasta araban "con rejas de oro". En Lima y en todo el virreinato del Perú se repartió un folleto impreso titulado: "Derrotero de un viaje desde Buenos Aires a los Césares, por el Tandil y el Volcán, rumbo al sudoeste, comunicado a la corte de Madrid, en 1707, por Silvestre Antonio de Roxas, que vivió muchos años entre los indios Pehuenches. (Se dice que Rojas cayó prisionero de los indios pehuenches y llegó a ser su Cacique). Rojas escribió:
 
"En la otra banda de ese río grande (que se vadea a caballo en tiempos de cuaresma, que lo demás del año viene muy crecido) está la Ciudad de los Césares españoles, en un llano poblado, más a lo largo que al cuadro, al modo de la planta de Buenos Aires. Tiene hermosos edificios de templos y casas de piedra labrada y bien techados al modo de España; en las más de ellas tienen indios para su servicio y de sus haciendas. Los indios son cristianos que han sido reducidos por dichos españoles.
 
A las partes del Norte y Poniente tienen la Cordillera Nevada, donde trabajan muchos minerales de oro y plata, y también cobre; por el Sudoeste y Poniente, hacia la cordillera, sus campos con estancias de muchos ganados mayores y menores, y muchas chacras donde recogen con abundancia granos y hortalizas... Carecen de vino y aceite, porque no han tenido plantas para viñas y olivares.
 
A la parte del Sur, como dos leguas, está la mar, que los provee de pescados y mariscos...".
 
A pesar de tan detallada descripción, las autoridades no le dieron crédito a don Silvestre Antonio de Rojas.
 
En Montevideo, en 1724, el franciscano Jerónimo de la Cruz, que creía firmemente en los relatos que le había hecho su padre en la infancia sobre la mágica Ciudad de los Césares; se ofreció a ir a evangelizarlos, pero las autoridades no lo escucharon. Por su parte, el jesuita José Quiroga, escribía el 11 de agosto de 1746 al Gobernador y Capitán General de Buenos Aires, "sobre el descubrimiento de las Tierras Patagónicas en lo que toca a los Césares", citando el caso de una cautiva que, llevada a lejanas regiones del Sudoeste, encontró unas casas con gentes blancas y rubias que le parecieron españoles, pero que no la entendieron cuando les habló en castellano.
 
Se suponía que los césares podían ser sobrevivientes de los naufragios ocurridos en el Estrecho de Magallanes y se afirmaba que "no hay mentira que no sea hija de algo". En cuanto a la descripción que hace la cautiva de haber encontrado personas blancas y rubias, son muchos los etnólogos y antropólogos que han repetido muchas veces que en la Patagonia existían indios rubios.
 
Numerosos otros religiosos, entre los que destacan el padre Lozano y el padre Tomás Falkner, se refirieron en términos más o menos similares a informaciones recibidas de cómo llegar a la Ciudad de los Césares. Otro enamorado de la leyenda fue don Ignacio Pinuer, que en 1774, escribió una "Relación de las noticias adquiridas sobre una ciudad grande de españoles, que hay entre los indios al Sud de Valdivia (Chile), e incógnita hasta el presente, por el Capitán don Ignacio Pinuer. Este describe una ciudad fortificada, con foso protector y puente levadizo, al estilo de los castillos feudales. Asegura que sus habitantes se defienden con artillería, "lo que se sabe fijamente, porque a tiempos del año la disparan", y que usan lanzas y puñales, aunque no se ha podido confirmar si son de hiero o de otro metal. En cambio, no tenían fusiles, pero "sólo se sientan en sus casas en asientos de oro y plata".
 
Pinuer escribe que los indios contaban que aquellos misteriosos castellanos "usan sombrero, chupa larga, camisa, calzones, bombachos y zapatos muy grandes". Tampoco se sabía si usaban capa, porque los indios "sólo los ven fuera del muro a caballo". En cambio afirma que vestían de "varios colores" y que eran blancos, de barba cerrada y de estatura más que regular. Además, eran "inmortales, pues en aquella tierra no morían los españoles", por lo cual, "no cabiendo ya en la isla el mucho gentío, se habían pasado muchas familias, de algunos años a esta parte, al otro lado de la laguna, esto es, al Este, donde han formado una nueva ciudad". (¿Se tratará del Lago Nahuelhuapi, de San Carlos de Bariloche?). 
 
Enrique de Gandía acota que todas estas exageraciones, verdaderamente infantiles, sólo demuestran que los indios, o repetían las descripciones que oían a los españoles, o se referían a las mismas ciudades de los cristianos, desfigurándolas hasta hacerlas irreconocibles a sus propios habitantes. Sobre estas historias se discutía vivamente a fines del siglo XVIII, y eran rechazadas por unos y creídas por otros hasta en sus más fantásticos detalles.
 
Esta bizantina discusión alertó a los Virreyes de la Plata que recibían en Buenos Aires relaciones, relatos e informes de expedicionarios e indios, y los hizo sospechar justificadamente que en las tierras australes estaban llegando expediciones extranjeras no conocidas por la Corona de España. Por tal motivo, sin creer en absoluto en la leyenda de la Ciudad de los Césares, fomentaron a los expedicionarios que deseaban ir a la Patagonia.
 
La última gran expedición en tiempos de la Colonia la efectuó el franciscano Francisco Menéndez. Este religioso asturiano, ilusionado por la leyenda de la Ciudad de los Césares, partió de Chiloé continental (sur de Chile) y descubrió por segunda vez la Laguna de Nahuelhuapi. Allí, en la misión de Nahuelhuapi, los indios lugareños le revelaron que a orillas de un río que salía de Nahuelhuapi (posiblemente el río Limai, desaguadero del lago y afluente del Río Negro), "a las muchas jornadas, había una ciudad con campanas, casas y numerosos aucahuincas con calzones blancos y chaqueta, que sembraban y hacían pan" y que era como "Chico Buenos Aires".

Se dice que el Cacique que dio estos datos al buen franciscano Menéndez fue tan expresivo que hasta demostró cómo amasaban y, por último, agregó que el Cacique de aquella ciudad se llamaba Basilio y había llegado hasta allí a recoger manzanas.
 
Enrique de Gandía señala: Menéndez oía arrobado, convencido que por fin daría con los verdaderos Césares; pero en su avance hacia aquella ciudad misteriosa, se vio detenido por el Cacique Chuliaquín, el cual le obligó a retroceder. Menéndez tal vez nunca supo que aquella ciudad, que él suponía de los Césares, era el Carmen de Patagones, y que el Cacique Basilio era don Basilio Villarino, que por Real orden de 1782 había llevado a cabo la exploración del Río Negro.
 
Esta fue la última expedición de la Colonia en busca de la Ciudad de los Césares perdida en las cercanías del lago Nahuelhuapi en las tierras de los indios huillipoyas (poyas del sur) y los indios ranqueles, en la vertiente oriental de los Andes argentinos.

La Trapalanda

Las expediciones australes introdujeron esta palabra que, según el jesuita, padre Guevara, tendría la siguiente explicación:
 
"Trapalanda es provincia al parecer imaginaria, situada hacia el Estrecho de Magallanes, o, por lo menos, en la Provincia Magallánica, en cuyos términos ponen algunos la ciudad o ciudades de Césares, por otro nombre Patagones...
 
"Hacían los cristianos de profesión con Iglesias y Bautisterios, imitadores en ceremonias y costumbres de católicos; con campanas a las puertas de las iglesias para congregar el pueblo a las funciones eclesiásticas". "Hay quien oyó las Campanas; hay quien comunicó y vio a los Césares; hay finalmente quien asistió a la fundación de la ciudad y habitó muchos años en ella...".

"Estos Césares se publicaron desde el principio por náufragos de la Armada de don Gutiérrez de Caravaxal, y en poco más de veinte años que corrieron desde el naufragio hasta la entrada de Aguirre, a los Comechingones, les crecieron tanto los pies que desde entonces se llaman Patagones por la grandeza de los pies". (Naturalmente ahora se sabe que la etimología de Patagones proviene de una palabra italiana, consignada por el explorador Pigafetta, que significa "pie grande". Otros autores han estimado que proviene de "patak", equivalente a una centuria, número de indios que habitaban en San Julián en 1520, cuando se detuvo allí Hernando de Magallanes).
También se ha sabido de aseveraciones que señalan que durante el reinado de Carlos II, un joven holandés habría estado en Trapalanda.

Para don Enrique de Gandía, "la leyenda de los césares patagónicos fue el último mito que murió en América. Los albores de la guerra civil que trajo la Independencia, hicieron olvidar el ensueño de los náufragos olvidados. Más tarde, la guerra a los indios pampeanos dio el golpe definitivo a los postreros vestigios de aquella ilusión.

La ciudad errante, flor encantada de las latitudes australes, se esfumó en el horizonte lejano, siempre virgen y siempre deseada, huyendo ante el avance impetuoso de la civilización. ¡Se fueron los náufragos abandonados que en el remoto Estrecho y en las islas de los misteriosos lagos andinos habían construido bellas ciudades alegradas por rumor de campanas!

Ya nadie sueña con las legendarias poblaciones de las cuales los indios daban tan minuciosos detalles. La perfumada tradición, después de haber muerto en la memoria de los viejos pobladores de Chiloé, ha refugiado su tembloroso recuerdo en algunos documentos olvidados que los insensibles historiadores analizamos fríamente, destruyendo todas las briznas de poesía y ensalzando, en aras de la crítica, la materialidad del desengaño y de la desilusión".

"Nuestro siglo ha relegado a los intactos archivos y a las polvorientas crónicas, las bellas leyendas de la conquista, aquellas rosas de las latitudes australes que con su perfume de misterio embriagaba a los delirantes conquistadores, como si un afán de destrucción de lo que fue, le impulsase a develar todos los enigmas, a matar todos los ensueños".

Con estas hermosas palabras, el historiador don Enrique de Gandía ponía punto final a su historia del mito de la Ciudad de los Césares. En cambio, don Francisco Fonck, más que historiador, investigador y expedicionario tardío, con su paciencia germana, busca y rebusca tras este mito de una ciudad perdida. Piensa y reflexiona de dónde pudo nacer la leyenda, y al respecto dice en su libro ya citado:

"Es generalmente reconocida la suma facilidad con que las leyendas pasan de un país a otro, comunicándose desde el Oriente, que es su asiento más fecundo, por España, Aquitania y Francia a Gran Bretaña y Alemania y viceversa, siendo transformada en esta migración según las condiciones de cada nuevo país y mezcladas con las existentes de antes, resultando una gran variedad de combinaciones de ellas. Conviene por consiguiente que busquemos una leyenda corriente en España, que tenga analogía con la de los Césares y pueda haberse trasmitido de allá a la América, dando origen a ésta."

Existe efectivamente una leyenda, una de las más hermosas de la Edad Media, que parece llenar estas condiciones: es la del Santo Grial o Graal. Esta leyenda, de que existen versiones casi innumerables, teniendo relación con el héroe de la Pasión, José de Arimatea, con los Caballeros de la Mesa Redonda del Rey Arturo, con Lohengrin, el caballero del cisne, y con los Templarios, reconoce en el fondo común de sus variantes un vaso de piedra preciosa que habría servido en la Santa Cena a Jesucristo y sigue haciendo milagros en la Tierra, es guardado en el misterioso e inaccesible castillo de Monsalvat por caballeros animados del más puro sentimiento de caridad y fe cristiana, entre ellos por Titurel, Anfortas y Parcival, siendo este último quien lo halló y fue investido del cargo de su cuidador.

Nos debe bastar esta ligera alusión, "...a fin de la Edad Media, como en tiempo de Carlos V, caballeros andantes recorrían todavía la España en busca de aquel castillo místico y de aquella joya milagrosa...".

Según un autor moderno (Wechsler) el asiento del castillo se suponía en diferentes partes, en el lejano Oriente según unos y en Inglaterra o España según otros autores. Se cree aun probable que la leyenda misma haya tenido su origen en el Norte de España (Marold).

Tenemos aquí una analogía con la primera de las leyendas mencionadas en el suelo americano: el Agua de la Vida buscada por Ponce de León, es sin duda, muy semejante al Santo Graal, que florecía aún en la metrópoli en la época en que salían de ella los Conquistadores a tomar posesión del Nuevo Mundo. Es fácil que ellos, que eran también verdaderos Caballeros Andantes, hayan llevado entre sus reminiscencias de la patria la leyenda del Santo Graal.

Más perfecta aún y realmente ineludible es la analogía del Santo Graal con nuestra "Ciudad encantada". Ella es el representante americano del Castillo de Monsalvat, y el ínclito Sebastián de Argüello nos aparece como otro Parcival, gobernando su reino con solicitud paternal y simbolizando también las virtudes cristianas y caballerescas, tales como las cultivaba la acendrada fe de la Edad Media.

Las analogías encontradas y sostenidas por don Francisco Fonck al comenzar el siglo XX, no terminan allí. Después de la Segunda Guerra Mundial, mucho se ha hablado de jerarcas nazis que huyeron a América Latina y se habrían refugiado en una mítica ciudad del austro del Continente. Algunos hasta han aventurado la existencia de un enclave en la Antártica, en que en medio de un valle con un microclima paradisíaco...

En fin, hay otros que aún buscan la Ciudad de los Césares o el Castillo de Monsalvat. El mito de la ciudad perdida no ha desaparecido y así como Hiram Bingham descubrió Machu Picchu, quizá alguien encuentre alguna encantada ciudad en las brumosas estepas de la Patagonia...


 

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