Aunque el confucianismo fue la tercera religión nipona hasta los comienzos del presente siglo, cuando empezó a desplazarlo el cristianismo, no tuvo una influencia siquiera remotamente comparable a la del budismo. Éste, que había perdido toda su importancia en el país de origen, la India, cruzó el mar desde Corea e informó, modeló y colmó toda la vida japonesa: ciencia, literatura, artes, costumbres, etc.
La historia del budismo en Japón se puede resumir de esta manera:
Llegado al archipiélago hacia el año 552 d. de J. C., conoció un período de introducción que duró, más o menos, hasta el siglo VIII. Si se aceptó en aquel momento, fue a título de instrumento de la civilización china, muy superior a la japonesa.
Desde el siglo IX al XII, que corresponden al período de Heian, capital llamada más tarde Kyoto, el budismo, como otros elementos culturales del imperio chino, fue aceptado por las clases superiores del Japón hasta que se convirtió en parte integrante de la vida religioso-cultural de las mismas, paralelamente al sintoísmo, que subsistió como la fe del pueblo.
Hasta el siglo XVI, la religión de Buda tomó carta de naturaleza en las islas y llegó a ser el credo que siguieron todos los japoneses.
Desde 1500 hasta 1868, larga época que asistió al renacimiento del sintoísmo, todas las religiones niponas se vieron reglamentadas por los gobiernos que rigieron la nación.
Desde 1500 hasta 1868, larga época que asistió al renacimiento del sintoísmo, todas las religiones niponas se vieron reglamentadas por los gobiernos que rigieron la nación.
Desde la apertura del país a Occidente y, sobre todo, tras la segunda guerra mundial, el budismo, bien que goce de entera libertad, como las otras creencias, se encuentra enfrentado con disensiones intestinas y dificultades económicas.
Hay en el Japón de nueve a diez sectas budistas, que se distinguen entre sí principalmente por la importancia que dan a determinados medios para lograr la liberación o, si se quiere, alcanzar la salvación una vez se consigue ver la realidad. Sin embargo, la secta que más contribuyó en todos los sentidos a forjar el aspecto característico del Japón fue la del budismo zen.
El zen es el tipo de budismo más afín a la idiosincrasia japonesa. El nombre, oriundo de China, es una corrupción o transcripción fonética de la voz sánscrita dyana ("meditación").
No es fácil definir qué es el zen, puesto que se trata de una experiencia individual intraducible —sus secuaces dicen "los que saben no hablan y los que hablan no saben"—, como son intraducibles todas las experiencias místicas auténticas.
A modo de intento, es posible decir que entiende dar al hombre, por medio de una especie de conquista intuitiva, el dominio de la fuerza cósmica que reside en su corazón.
La disciplina intelectual y moral que se impone el zenista representa el molde con que forja su yo para la acción, la lucha y la victoria. Se trata, en sustancia, de un arranque de rebeldía contra el humanismo y el racionalismo de Confucio, que se manifiesta en un procedimiento paradójico de "liberación".
Al novicio se le proponen preguntas absurdas para las que ha de hallar una respuesta, como, por ejemplo, "¿Por qué el caballo tiene cuatro patas cuando galopa?" Ante cuestiones tan extravagantes o absurdas como la presente, el iniciado se esfuerza hasta que, en un impulso intuitivo, en el que ha prescindido de la razón y de la lógica, se encuentra "liberado" y "ve" en sí mismo y en la naturaleza, es decir, en cuanto le rodea, de manera instantánea.
El iniciado, para llegar a ello, a la realidad, a la comprensión universal, ha pensado en el problema de día y de noche, sentado, tumbado, andando, quieto, mientras se vestía y se desnudaba, durante las comidas, etc.; ha procurado, en suma, tener constantemente la pregunta en su espíritu, al que ha vaciado de todo lo que se había acumulado en él: lo aprendido, lo oído, las falsas opiniones, las palabras habituales, las costumbres espirituales, la vanidad, la arrogancia y el pesimismo.
Además, siempre que pudo, cruzó las piernas, mantuvo muy erguida la columna vertebral y sostuvo la concentración hasta no darse cuenta del lugar en que se hallaba, pues, como dicen los maestros del zen, la verdad no puede conquistarse por lo visto, oído o pensado, sino que se ha de mantener uno lejos de ello, mirando lo que se tiene en el interior: el pensamiento debe ser sereno y no perseguir nada en ninguna ocasión. Ante un obstáculo mental se han de agotar todas las potencias que se poseen para buscar y esforzarse, concentrando la energía con tesón en una sola cosa —idea, representación, objeto material—.
Los ejercicios de meditación que se aconsejan, procedentes, con leves variantes, de la técnica del yoga, son:
1º. Concentrar el espíritu en un solo tema hasta que todos los elementos afectivos groseros se borren de la conciencia, quedando únicamente la alegría y la paz.
2º. Calmar el juicio y la reflexión.
3º. Alcanzar la serenidad perfecta ahondando en la concentración, con lo cual queda un sentimiento placentero.
4º. Hacer desaparecer este sentimiento, y entonces gozar de la serenidad perfecta de la concentración.
Como colateral a las indicaciones descritas figura la recomendación de librarse de la cólera, de la indiferencia, de las preocupaciones, de la pereza y de la duda.
Dado que las experiencias personales, hondas y verdaderas, son incomunicables, el zen es la religión del silencio y también la de la acción, puesto que la incomunicabilidad se salva con la comunicación indirecta que proporciona el ejemplo, y el ejemplo es acción.
Como el zen —insistiendo sobre lo dicho— es la forja del yo para la victoria, se convirtió en la religión de los samuráis, que tanta influencia ejercieron en la evolución del pueblo japonés, del que fueron guía y modelo.
A los samuráis atrajo la entrega absoluta de los monjes zenistas —de existencia ascética, que transcurría entre trabajos manuales, el estudio y la meditación—, su dedicación total a una idea. Además, y de modo principal, la posibilidad de llegar a realizarse sin los obstáculos de metafísicas, lecturas y disquisiciones sutiles. Asimismo les agradó la severa disciplina de los zenistas y el desdén con que se enfrentaban con el ridículo. Interpretaron, en suma, a los monjes como unos héroes esforzados que no se arredraban de intervenir en el más peligroso de los juegos concebibles, incluso peor que el de desafiar la muerte.
Se pueden citar dos sectas del budismo zen: la rinzai y la soto. La rinzai, presentada por Eisai en 1191, insiste en la experiencia mística que culmina en la visión intuitiva de la realidad interior; la soto, cuya introducción se debió a Dogen, hacia el 1244, da más importancia a los aspectos prácticos y concede mayor espacio a la función del pensamiento. Pero ambas consiguen el mismo propósito de lograr la unicidad con la realidad última.
Se calcula que al presente los partidarios activos del budismo zen apenas exceden de los dos millones.
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