sábado, 8 de septiembre de 2018

LA ATLÁNTIDA ¿COMO ERA?

 
La Atlántida yace en el corazón, cristalino y oscuro, del Océano Atlántico, unas 500 millas al oeste de Gibraltar. Pero el origen de la leyenda se encuentra en el más, genial de los filósofos griegos, el tan discutible y nunca aniquilado Aristocles Kodros, a quien, por su expresión jovial, su noble cabezota y la franqueza de su carácter, se conoció por el apodo de Platón. Desde que Platón escribió sus misteriosos Diálogos llamados "El Timeo" y el "Critias", cuya extensión no es más que de unas veinte páginas de un libro actual, la leyenda de la Atlántida ha fascinado a los espíritus más claros e inquietos. De hecho se han escrito varios cientos de miles de páginas sobre el tema. Y no es para menos.
 
Ya Platón señalaba que en la Atlántida moraba un pueblo extraordinariamente civilizado y rico, incontrarrestable en la guerra, que súbitamente inició una invasión militar a gran escala sobre la Europa Occidental, extendiéndose en sus conquistas hacia la misma Grecia. Allí, sin embargo, fue detenida la invasión al chocar contra el heroísmo y la bravura de los atenienses prehistóricos, una nación abundante en guerreros poderosos y valientes que constituían una casta por completo separada de los demás grupos sociales del Atica primitiva. Estos hechos sucedieron, dice el filósofo, unos nueve mil quinientos años antes de que él tomase su buril para escribirlos. Es decir, hasta once mil trescientos sesenta y cinco años.



Cuenta Platón que en los momentos en que se aprestaban los atenienses para enfrentar a los atlantes en la batalla decisiva, en un día malo, al que siguió una noche aciaga, sobrevino sobre el mundo un terremoto o cataclismo de características espantosas, a raíz del cual la misma Atica se hundió en gran parte en el mar. Pero fue allá lejos, en el Atlántico Central, donde el cataclismo alcanzó su poder más pavoroso, pues en sólo aquel lapso de 24 horas, la inmensa isla Atlántida, con sus riquezas y esplendores, se hundió para siempre en el océano tempestuoso.
 
Se sabe que este relato extraordinario de Platón provocó una reacción generalizada de incredulidad y antagonismo. Incluso su implacable enemigo Aristóteles lo acusó de haber inventado una fábula. Estas acusaciones, tan similares a las que se lanzaron contra Marco Polo tantos siglos después, al anciano filósofo lo sumieron en la amargura y la desesperación, al extremo de que no sobrevivió ni a un año a los primeros insultos. Hablar de la Antlántida le costó la vida.
 
Para un auténtico hombre público de la Grecia (más aún, de la Atenas) de aquella época, el prestigio social dependía de la impecabilidad de la conducta hasta un extremo que hoy nos parece increíble. Recordemos que, poco tiempo antes, el gran Sócrates había bebido la cicuta mortal, por su propia mano, obedeciendo el mandato de los jueces, a pesar de que él mismo se consideró siempre inocente de los cargos que se le hacían. Y no sólo eso: la noche anterior había rechazado con dulzura de acero el ofrecimiento de sus amigos de escapar de la prisión y buscar asilo en otra ciudad. En el caso de Platón, acusarlo de hacer pasar una fantasía por realidad era algo gravísimo y destructor, que implicaba también la comisión del delito de "Asebeia". Este delito nos es difícil comprender a los hombres actuales; podría describírsele como "violar el carácter sagrado de los antepasados". Usar el prestigio de los padres y ancestros de un modo doloso. Y el ataque de Aristóteles apuntaba precisamente allí, pues los principales personajes citados por el gran ateniense son su antepasado Krissias "el Joven", y otro antepasado más remoto, el sabio Solón de Atenas.
 
Es importante mencionar esto para tener una visión de lo injusto que fueron tales ataques, en particular cuando Platón no obtenía ventaja alguna al difundir aquel conocimiento. Y también para comprender la ira de los griegos antagonistas, principalmente por razones religiosas. Ellos conocían al dedillo el inventario de las riquezas, esposas, concubinas y progenie del gran dios Poseidón, y en ninguna parte se mencionaba la existencia de la Atlántida que por sí sola parecía valer más que todas las demás riquezas del Dios. De esto se deduce, también, que Platón no estuvo en ningún momento tratando de manipular elementos de la tradición griega, con fines políticos.
 
Lo que Platón había difundido era un conocimiento extraño, inquietante. Una novedad extraída del pasado remoto. Una tradición proveniente de la Grecia prehistórica, que había sido conservada en el Norte de Egipto.

¿Cómo era la Atlántida? Dejemos que Otto Muck la describa:


Era un paraíso templado cálido, de fértiles llanuras y lomajes, en cuyas cordilleras abundaban los bosques de maderas valiosas y útiles en árboles majestuosos. Era una tierra rica en cobre, estaño, oro y plata. Poseía también hierro, pero este metal era despreciado e incluso se prohibía utilizar armas de hierro para herir a las reses nobles como los toros salvajes. Era tal la riqueza de aquellas tierras y tanta la excelencia de su clima, que sus habitantes se multiplicaron llegando a ser innumerables.
 
El ejército regular, permanentemente en armas, alcanzaba a cerca de un millón de hombres. 10 mil carros pesados de combate, 60 mil carros ligeros, 120 mil efectivos de caballería, 240 mil efectivos navales con una escuadra proporcional, y cuatrocientos ochenta mil hombres de infantería, perfectamente armados.
 
En cuanto a la Ciudad, la Atlántida del Rey Atlas, era una metrópoli situada en el extremo sur de la isla constituyendo un inmenso puerto artificial dotado de dársenas circulares dispuestas en tres anillos conectados por canales y unidos todos a un gran canal central que conducía por el norte hacia el corazón de la ciudad y, por el sur, al mar abierto. Entre estas dársenas se extendían anillos de tierra con tajamares de piedra y argamasa, perfectamente pavimentados y dotados de jardines, hipódromos, estadios, y, naturalmente, estaban también densamente edificados de residencias, posadas, teatros, templos, baños públicos y comercios.


 
El centro de la ciudad formaba una isla circular de poco más o menos un kilómetro de diámetro, y allí se alzaba el palacio real y las mansiones de aquellos nobles más allegados a la familia real.
 
Sin embargo, estas magníficas edificaciones parecían muy apocadas junto al esplendor del gran templo de Poseidón, el dios supremo de los atlantes. Era este un edificio colosal, de trescientos metros de longitud por noventa de ancho y otros tantos de alto. Los muros del templo estaban recubiertos de plata, mientras que los techos y cúpulas lo estaban de oro. En el interior se encontraba, la figura gigantesca del dios, de algo más de setenta metros de alto. Dice Platón que la imagen del dios era "algo bárbara". Era una mole de oro fundido que representaba a Poseidón de pie sobre un carro tirado por seis hipogrifos conducidos por él. En torno de él, había otras cien estatuas de delfines y nereidas, también de oro, haciéndole séquito.

Por su interior, los muros estaban recubiertos de mármol con adornos de bronce. El techo era íntegro de marfil labrado, y, artísticamente distribuidas, se encontraban numerosísimas estatuas relativas al dios o a sus predilectos, puestas allí como ofrendas de los particulares. Rodeando el templo por el exterior, los jardines estaban poblados de bellísimas estatuas de los reyes, sus familiares y los hombres y mujeres que por sus méritos se habían hecho acreedores de la veneración pública.
 

Tanto el templo de Poseidón como la isla misma, estaban vedados para el vulgo, y constituían un oasis de serenidad en el centro de aquella urbe dinámica, en cuyas dársenas entraban y salían cada día innumerables embarcaciones, mientras en las márgenes de los canales, sobre los puentes o en las terrazas floridas, las muchedumbres vocingleras zumbaban como una miríada de enjambres en todos los idiomas y dialectos.
 
Otros barrios más populares con fábricas y usinas se alzaban junto a las márgenes del gran canal central, que se extendía por unos veinte kilómetros hacia el Sur, hasta alcanzar el océano, el Mar de los Atlantes cuyo nombre se ha perpetuado hasta nuestros días: el Atlántico.
 
La isla misma era de costas escarpadas, surgiendo abruptamente de las aguas con muy pocas playas y ensenadas, debiendo todos los puertos ser adecuados y vueltos seguros mediante el arte y el esfuerzo humanos. Al interior, la mayor parte de la isla era una vasta llanura de ricas tierras bien cultivadas desde tiempos inmemoriales.
 
Más allá, hacia el poniente, el oriente y el norte, la llanura se elevaba en colinas boscosas, aptas para la ganadería y el cultivo, en las cuales se habían efectuado enormes movimientos de tierra hasta formar terrazas de cultivo unidas por acequias de regadío que provenían de lagos artificiales de forma cuadrangular y que finalmente evacuaban las aguas sobrantes en otros canales para el aprovechamiento perfecto del agua y la tierra.
 
Más al norte y al noreste se alzaban las grandes montañas, una cordillera cubierta de vegetación de donde se extraían las maderas para la construcción de naves y edificios. También en esas montañas se encontraban las riquísimas minas de estaño, hierro, arsénico, plomo, mercurio, oro, plata y cobre. Estos tres últimos metales se hallaban también en abundancia en estado nativo, como pepitas, en venas de metal puro, o en esas extrañas lascas rugosas de cobre perfectamente puro que también suelen encontrarse en algunos lugares próximos al lago Titicaca, en los Andes Centrales.
 
La tradición recogida por Platón señala que la variedad de frutos era portentosa, así como la variedad de las cosechas de granos. Se da a entender que además del trigo, se producían allí otros granos como el maíz, el arroz, la soya, la quínoa, cuya existencia fue ignorada en Europa hasta la Edad Media (el arroz) y el descubrimiento de América, a fines del Renacimiento.
 
Además de la feracidad y la riqueza de la Atlántida, la tradición hace permanentemente hincapié en la dulzura del clima, los aires saludables que allí imperaban y la belleza encantadora de cada rincón de aquel subcontinente cuya extensión parece haber sido superior a los doscientos mil kilómetros cuadrados. Es posible que, considerando lo formidable de las obras de ingeniería, la gran inversión fiscal en respaldo de la agricultura intensiva, el número de los miembros del ejército profesional, y la necesaria abundancia de mano de obra altamente calificada en tecnología metalúrgica, artes y oficios, la Atlántida haya alcanzado a tener una población superior a los 60 millones de habitantes. Una cifra portentosa, absolutamente increíble para el mundo de aquella época. Se estima que Egipto, uno de los países más densamente poblados del mundo antiguo, no pasó jamás de los 15 millones de habitantes.


 
Y la leyenda, según Otto Muck, continúa: El Poder y la Ciencia

Un país tan rico y tan densamente poblado, necesariamente estaba dotado de una compleja y eficiente burocracia, en cuyo funcionamiento las fuerzas armadas cumplían al parecer un papel importante.
 
La principal región de la isla Atlántida era la gran llanura del sur, aunque sin duda en el país de las colinas y en la región montañosa había numerosas ciudades importantes, ricas y muy pobladas, que rendían tributo a la metrópoli del sur. La región de los llanos era administrada por la nobleza agraria y funcionaria, que velaba por el mantenimiento de las obras de regadío que en gran medida servían también de canales de transporte de cargas pesadas. Se refiere que los canales de regadío tenían una extensión de mil kilómetros formando una red interconectada por buenos caminos y rampas transversales que permitían trasladar la carga de un canal a otro de un circuito más bajo. De esta manera les resultaba fácil llevar los minerales y maderas hasta los centros de elaboración y los talleres y fábricas.
 
Pero, sobrepuesta a la nobleza agraria y administrativa, estaba la aristocracia militar. Todo el país de los llanos estaba dividido en 60 mil distritos llamados "kleros", cuyo territorio abarcaba un área de 18 kilómetros por lado, sometido a la autoridad de un jefe militar a cargo de la conscripción, equipamiento e instrucción de los jóvenes del lugar, así como de la muchedumbre de los jóvenes que llegaban desde las demás comarcas, y que obligadamente debían incorporarse a los kleros de la llanura. La orden era que cada jefe de klero debía tener dispuestos para la guerra, en cualquier momento, un carro pesado de combate en conjunto con otros cinco kleros, o sea, un total de 10 mil carros pesados, con sus respectivos tiros de fuertes caballos. Además, dos corceles de combate de gran calidad, para la caballería, y una biga o carro liviano sin asientos, tirado por dos caballos, con un conductor y un guerrero de escudo, perfectamente armados. Además, dos hombres fuertemente armados, de infantería pasada, dos arqueros, dos lanzadores de honda, tres hombres de infantería ligera, lanzadores de jabalina, y cuatro marineros para la tripulación de la flota de 1.200 navíos.
 
Este poderosísimo ejército (sesenta mil veces lo enumerado) correspondía sólo al reino del sur. Dice la tradición que los otros nueve reinos de la isla, vasallos del reino del sur, tenían también poderosos ejércitos aunque su organización era distinta.
 
Los diez reyes de la isla gobernaban con perfecta autonomía en sus respectivos territorios, aunque los derechos y códigos comunes configuraban una especie de Constitución Política de la Atlántida, que se encontraba grabada en una columna de bronce en textos concebidos según el espíritu de las leyes de los fundadores, hijos del dios Poseidón y la joven Cleitos. Junto a esta columna, se reunían los 10 reyes cada cinco años. Allí, los reyes en asamblea trataban los asuntos comunes e indagaban si alguno había cometido alguna transgresión. De ser así, lo juzgaban.
 
El procedimiento del juicio a un rey estaba rodeado de rituales complejos, sacrificios a Poseidón y la dictación de sentencia era inapelable. Quizás el rito más sobrecogedor haya sido la última etapa del Consejo, cuando los reyes se reunían a oscuras, vestidos sólo con mantos de un color azul profundo. Allí, sin verse, discutían durante toda la noche, hasta finalmente escribir, cada uno, en una lámina de oro, su veredicto. La pena de muerte sólo podía aplicarse cuando la mitad más uno de los reyes concordaban en ella. El equilibrio del poder político se mantenía, así, y durante los siglos incontables no hubo guerra entre los reyes.
 
Por el contrario, junto a los templos y en los jardines públicos había bibliotecas y lugares de enseñanza donde los hombres sabios procuraban aumentar sus conocimientos y entregarlos a los jóvenes. También en las usinas, en los astilleros y las fábricas, solían ser llamados los sabios para aportar sus conocimientos en perfeccionamiento de las cosas que se construían allí. Y, la utópica leyenda no se detiene aquí.

A lo largo del tiempo, la leyenda de la Atlántida ha ido cargándose de ideas nuevas. En la actualidad, la mayoría de las personas tienen una idea vaga sobre una Atlántida donde la energía nuclear, los rayos destructores, las naves espaciales y los submarinos de alta profundidad era cosa cotidiana. La imaginación popular llega incluso a suponer que los extraños fenómenos que ocurran en el llamado Triángulo de las Bermudas, pueden estar relacionados con acumuladores de energía electromagnética y máquinas manipuladoras de la gravitación que habrían construido los Atlantes y que aún estarían en funcionamiento sumergidas a tres mil metros de profundidad durante casi doce mil años. Estas novedades sobre la supuesta alta tecnología de los Atlantes no guardan relación alguna con las tradiciones recogidas por Platón y confirmadas posteriormente por el viajero ateniense Krantor, quien refiere haber visto en Sais, tres siglos después de la visita de Solón, una columna de bronce cubierta de jeroglíficos, en la cual estaba referida la historia de la Atlántida en términos que confirmaban con extraordinaria exactitud el relato de Platón.
 
Es decir, las referencias del mundo antiguo no hablan en ningún momento de "escudos voladores", de "vimanas" , "carros de fuego" ni "rayos destructores", como ocurre en otros relatos mitológicos. La objetividad de los cronistas egipcios, sumada a la puntillosidad de los pensadores y científicos griegos, reúne una cantidad de datos que en conjunto describen una civilización extraordinariamente avanzada, poderosa y eficiente.
 
Sin duda alguna poseían un dominio muy perfecto de las tecnologías metalúrgicas que les permitían producir bronce de distintas características de color, dureza y resistencia a la corrosión, y asimismo trabajar el oro en láminas suficientemente finas como para recubrir enormes extensiones. Quizás la obra de ingeniería más difícil entre las descritas por la tradición esté la estatua colosal de Poseidón. Considerando que se habría tratado de una estatua más alta que un edificio de 15 pisos, hecha de oro fundido, su realización presenta dificultades que desalentarían a los ingenieros metalúrgicos contemporáneos.
 
¿Cómo consiguieron producir las temperaturas necesarias, de más de mil grados, en forma constante y regular, para hacer los gigantescos vaciados de aquella estatua? Hay quienes suponen que recurrieron a un sistema de altos hornos de carbón ingeniosamente sobreventilados mediante embudos de captación de los grandes vientos del sur poniente. En favor de esta teoría están los restos de altos hornos encontrados en el desierto de Wadi el Arab, al sur del Negueb, donde se efectuaban fundiciones de hierro y bronce. En esas ruinas fueron encontrados varios sistemas complejos de canales o túneles de viento, dominantes a través de la instalación como un enorme fuelle natural.
 
Si aceptamos con naturalidad la extraordinaria claridad intelectual de hombres como Pitágoras, Euclides o Thales de Mileto, cuyos aportes a la ciencia continúan vigentes, tenemos que aceptar con naturalidad que los hombres del tiempo de Platón distaban mucho de ser tontorrones crédulos de fantasías. Para ellos, toda indicación de las obras de los atlantes, de sus técnicas, su poderío militar y sus riquezas, constituían información de máximo interés, que instintivamente confrontaban con todo cuanto les resultara conocido. Más aún en el mundo egipcio, que se mostraba más dispuesto a la aceptación de sucesos misteriosos como carros voladores y rayos de muerte. Sin embargo, ni los sacerdotes que informaron a Solón sobre las tradiciones de la Atlántida, ni, posteriormente, la columna descrita por Krantor en Sais hacen ninguna referencia que no sea a la tecnología, la política y los recursos humanos de acuerdo a los recursos de esa época.
 
La Atlántida parece haber sido una civilización portentosamente avanzada para haber florecido en tiempos en que Europa recién se empinaba hacia el neolítico y el hombre europeo cruzaba la etapa prehistórica conocida como "período auriñacense". Iba avanzada en miles de años respecto del resto de la humanidad. Pero, cabe preguntarse, ¿por qué? No poseía recursos energéticos fuera de la energía animal. No hay referencias ni siquiera de uso de turbinas para el aprovechamiento de la energía hidráulica en formas complejas, aunque sin duda habrán poseído molinos hidráulicos para minerales y para uso agrícola. Sus naves se movían a remo, y en cada una de ellas había el número de tripulantes y remeros propios de la navegación de las primitivas naves demasiado primitivas para el uso óptimo del viento y por lo tanto dependientes de la fuerza muscular de los remeros. Por último, su organización política es elocuente en lo que a tecnología se refiere. Muestra que carecían de sistemas veloces de comunicación, que no poseían ninguno de los conceptos modernos de tecnología de la administración. Sus ejércitos, la estrategia y la táctica militar que implican las divisiones de la infantería y otras armas, muestran que, si bien eran capaces de utilizar con gran habilidad sus recursos, no disponían en cambio de ninguno de los recursos tecnológicos modernos que pueden definir algo tan enorme como un ejército de un millón de hombres en armas.
 
No. Su tecnología era de arcos y flechas, de lanzas y escudos, de remos y ganchos. Pero también del uso muy sabio de recursos como el plano inclinado, los sistemas de levantamiento industrial de grandes pesos, la metalurgia y, de seguro también, las matemáticas, la medicina, la astronomía y la filosofía... Lo que no les impidió caer en la corrupción de sus políticas internas y sus costumbres.
 
Dice la tradición que los atlantes se alejaron de su dios, se alejaron de sus antiguos líderes y, en medio de la riqueza, fueron extraviando el propósito de sus vidas. Incluso, dice la tradición, fueron perdiendo el sentido de la belleza. Platón estaba escribiendo precisamente el discurso con que el Rey de los dioses, Zeus, se proponía juzgar la conducta de los atlantes, cuando la muerte detuvo su mano...

A poco de la muerte de Platón, el tema de la Atlántida fascinó a todo el mundo culto de occidente, aunque la ciencia y la filosofía dominantes persistieron en desacreditar esa leyenda y considerarla como una fantasía, un recurso poético del filósofo ateniense. Para los antiguos, hasta el tiempo de Herodoto y aún muchos siglos después, la tierra era un disco flotante en el océano. Africa, Asia y Europa eran el planeta. Al centro estaba el monte Olimpo. Más allá del Océano, sólo estaba el reino abstracto de Perséfone. Ninguna nave sino la de Caronte, el botero del Infierno, podía alcanzar aquel reino de sombras. Así, pues, la Atlántida era, para ellos, una imposibilidad geográfica.
 
No podía existir porque no había un lugar, un espacio en que pudiera estar situada. Y las afirmaciones de Platón se refieren no sólo a la isla Atlántida, situada en la misma latitud que las Columnas de Hércules (Gibraltar). También se refieren a los archipiélagos de islas y a un inmenso golfo de aguas cálidas, rodeado por vastas tierras continentales. Para los griegos eso era sumar a un absurdo otro aún mayor.
 
Sólo en 1553, dos mil años después de la muerte de Platón, el explorador español Francisco López de Gomara fue el primer occidental y católico en reconocer la extraña precisión con que el ateniense había descrito el golfo de México, el Caribe y los archipiélagos de las Antillas. De hecho, la descripción platónica se ajusta asombrosamente a la topografía de la costa occidental del Atlántico... cosa por completo fuera de cualquier posible conocimiento para Platón o cualquier griego de su tiempo.
 
Durante el medioevo, también se rechazó de plano el tema de la Atlántida como digno de atención para los pensadores serios. Esta vez no por ser una imposibilidad geográfica, sino una imposibilidad cronológica, temporal.
 
La Iglesia medieval se apegaba muy estrechamente al texto y la letra de los relatos bíblicos. Así, pues, creían firmemente en la afirmación del Libro de Beresit, el Génesis, de que el mundo había sido creado en el año 5.508 antes de Cristo. ¿Cómo podía tomarse en serio una leyenda que hablaba de imperios más viejos que la creación del mundo? Fue necesario que el pensamiento cristiano se abriera a separar los símbolos de los relatos de crónica, para que se pudiera aceptar que la historia del hombre en la tierra es mucho más larga que esa supuesta fecha del nacimiento de Adán.
 
Platón jamás oyó hablar de América. Tampoco de los llamados "hundimientos eustáticos" de las costas, relacionados con el término de la era glacial, precisamente en los años que el filósofo cita. Durante la glaciación misma, el nivel del mar debe haber sido unos noventa metros más bajo que en nuestros días, y ello viene a corroborar la descripción de la geografía del Atica prehistórica que él hace en su relato del enfrentamiento de los ejércitos atlantes con las fuerzas de los atenienses de aquella época remota.
 
En realidad, los descubrimientos científicos que se han ido sucediendo hasta nuestros días, han venido rehabilitando la legitimidad de la tradición narrada en los diálogos Timaio o Timeo, y Critias. En ellos, Platón describe con admirable detalle el sistema de construcción castrense correspondiente al período auriñacense, la arquitectura de las casas comunales, la disposición de la casta de guerreros de ambos sexos en las acrópolis y la vigencia de un régimen matriarcal encabezado por la diosa Atenea. La exactitud de las descripciones no puede sino asombrar a los arqueólogos. Fechas, lugares, geografía, arqueología, todo viene a corroborar que Platón hablaba de algo concreto y ajustado a la realidad. Que realmente él había tenido acceso en forma fidedigna y seria, a la información captada por su antepasado Solón de Atenas durante su viaje de diez años a Sais, viaje que inició el año 571 antes de Cristo, según la cronología hecha por Plutarco en la biografía de Solón.


 

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