domingo, 9 de octubre de 2016

APOLO Ó FEBO


Atona, hija del Titán Ceos, había sido distinguida por los favores de Júpiter, dando a luz dos hijos, una hembra y un varón.
 
Enterada Juno de esta nueva infidelidad de su marido sintió súbitamente un odio furioso, muy comprensible por cierto, contra la intrigante, haciéndola perseguir sin tregua por la serpiente Pitón. La fugitiva, aterrorizada, no encontraba en ninguna parte un asilo propicio y protector. Pero afortunadamente, contaba con el apoyo de los dioses.
 
Mientras volaba desesperada sobre la superficie del mar, expuesta a perecer bajo las olas, Neptuno, con un golpe de su tridente, hizo surgir en pleno mar, una isla, Delos, donde Latona, extenuada de cansancio, pudo pararse y saborear las delicias de un reposo reparador. Allí nacieron Diana y Apolo. Tan hermosos eran los hijos de Latona que suscitaron la envidia de una reina de aquellos alrededores llamada Niobe, quien no podía resignarse, como madre, a la condición de menos favorecida.
 
En el paroxismo de su cólera arrojó a Latona de su presencia y ante aquella humillación, Apolo y Diana acribillaron a flechazos a la prole de Niobe, castigándola así cruelmente por su insensato orgullo. Admitidos en seguida en el Olimpo los dos descendientes de Júpiter y Latona, bebieron en la copa de los dioses el delicioso néctar de la inmortalidad. Diana fue nombrada diosa de la Caza; Apolo personificó a Febo, dios del Sol.

Es preciso decir que este hijo de Latona estaba destinado a llevar una existencia que podríamos llamar doble, porque tan pronto estaba en la tierra como en los vastos dominios del Olimpo. De aquí sus dos nombres que pronunciamos frecuentemente yuxtapuestos: Apolo, cuando visita nuestro valle de lágrimas: Febo, cuando se instala en las soberbias alturas del firmamento. Por ahora le llamaremos Febo, pues todavía no ha abandonado el Olimpo.
 
Febo era ya grande; Esculapio, su hijo, practicaba el arte de la medicina con gran éxito, incluso con demasiado éxito, por el perjuicio considerable que con sus numerosas curas ocasionaba a Plutón, el dios de los Infiernos, quien veía con indignación que el arte del eminente médico iba mermándole de día en día la clientela del infierno. Plutón decidió protestar enérgicamente ante su hermano Júpiter, declarando a Esculapio culpable por su ciencia de curar a los mortales.
 
Júpiter se deja convencer por las razones de su infernal hermano y lanza un rayo, siempre a su disposición, con el radical propósito de pulverizar al preclaro doctor. Esculapio hecho trizas, la venganza paterna se impone, naturalmente. Febo entonces ataca a los Cíclopes, forjadores del rayo y los suprime. Indignado por haberse quedado sin obreros, Vulcano se dispone a hacer llegar a Júpiter su protesta, exigiéndole que el culpable sea castigado de manera ejemplar. Vulcano es complacido. Febo queda borrado de la lista de los habitantes del cielo. Obligado, pues, a buscar refugio en la tierra, lo encontramos, bajo el nombre de Apolo, con el cayado en la mano, convertido en humilde pastor, al servicio del rey Admeto, en las montañas de Tesalia.
 
Participando de la vida de los pastores supo atraérselos con las armonías de su flauta inspiradísima, ganándose su confianza e instruyéndoles bondadosamente. Como los pastores estaban acostumbrados a una vida salvaje, Apolo les enseñó a saborear las delicias de la naturaleza, a probar las gracias de la vida campestre, a apreciar las dulzuras de la primavera, el perfume de las flores, el murmullo de los arroyuelos, el silencio de las noches y el maravilloso canto de los pájaros.
 
Seducidas por los acentos de la prodigiosa flauta de Apolo, las inocentes pastorcillas danzaban alegremente sobre el verde césped. Con su sola presencia, llevaba Apolo por doquier la alegría, la calma y el bienestar.
 
 

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