sábado, 8 de octubre de 2016

NEPTUNO


Neptuno era el hermano gemelo de Júpiter, y como tal, hijo de Saturno y de Rea; recordaremos que su madre lo había salvado de la glotonería de Saturno confiándolo después a unos pastores entre los cuales creció y se hizo fuerte y vigoroso.
 
En el reparto del imperio del mundo, le tocó a Neptuno la soberanía de los mares. Neptuno la aceptó a falta de otra cosa mejor, resignado, pero poco satisfecho. Así nació en él la idea de conspirar contra Júpiter. Y habiendo sido vencido en su lucha desigual, como castigo, le fue prohibido el cielo.

Arrojado pues de la mansión divina, se vio obligado a buscar el apoyo de Laomedón, rey de Troya, y una vez instalado en su reino ayudó a este príncipe a construir las murallas de la ciudad.

Apolo también colaboraba, a su manera, en la gran empresa; a los acordes de su lira, los obreros trabajaban con más ardor; las princesas troyanas les animaban con su presencia, tejiendo a las orillas del mar los peplos y velos con que se embellecían. Como premio de esta inesperada ayuda, Laomedón prometió cuánto le pedían; como salario debía pagar una considerable suma.
 
Cuando la obra fue terminada, Laomedón se deshizo en elogios respecto al celo y habilidad de los constructores; pero en cuanto al dinero prometido, nadie lo vio. Al ser burlado así por Laomedón, Neptuno y Apolo decidieron vengarse, y a este objeto se repartieron el trabajo.

El dios del Sol esparció vapores mefíticos sobre Troacia y el dios de los mares inundó de agua el trayecto recorrido por un monstruo marino que lo aniquilaba todo y que se preparaba a derrumbar las murallas que milagrosamente acababan de construirse.

Laomedón, desesperado, no sabía qué hacer y decidió consultar el oráculo.

"Para calmar la cólera de los dioses justamente irritados, contesta el oráculo, será preciso inmolar una virgen en honor del monstruo."

La suerte designó a Hesiona, la propia hija de Laomedón. Cada vez más desolado y menos avaro de promesas, Laomedón ofreció su hija a quien la salvara del inminente peligro. Laomedón, una vez más, deja de cumplir sus promesas y se niega a entregar a Hesiona a su salvador. Pero Hércules, cuya paciencia no es infinita, coge su terrible maza, la dirige contra el perjuro y, de un solo golpe, lo envía al reino de las tinieblas a meditar sobre los inconvenientes de no cumplir los juramentos.

Acabado este incidente a su entera satisfacción, Neptuno hizo la paz con Júpiter y se consagró definitivamente a gobernar el vasto imperio de los mares. Entonces se dio cuenta de que si tuviera esposa, no estaría mal a su lado. Neptuno lo pensó seriamente.

El marino, Nereo, hijo de Tetis y del Océano, se había casado con su hermana Doris, quien le había obsequiado generosamente con cincuenta hijas. Se les llamaba Nereidas por el nombre de su padre. Eran unas ninfas con busto de mujer, continuado después de la cintura en forma de pez. Esta particularidad no significó ningún inconveniente para el dios que vivía en la profundidad de las aguas. Sus dudas, pues, fueron breves; la figura de Anfitrite despertó en Neptuno una viva simpatía.

Lo grave del caso fue que la joven nereida no se conmovió mucho ante la perspectiva de tener por marido a un hombre más conocido por su rudeza y por su violencia que por su suavidad y dulzura. La joven nereida, pues, atemorizada, recurrió a la fuga a través de las olas. Perseguida por un delfín elocuente y gran nadador, fue llevada a presencia del dios de los océanos.

Neptuno ante la ninfa de sus ensueños, renunció a su normal aspecto de fiereza y logró obtener una amorosa sonrisa de la nereida. Se decidió la boda. Anfitrite pasaba a ser, al lado de Neptuno, la poderosa soberana de los mares.

Tuvieron un hijo, Tritón, que tenía la parte alta del cuerpo como su padre y la misma cola que su madre. Tritón no perdió el tiempo y gracias a la complacencia de las hijas del mar no tardó en ver a su lado una lluvia de pequeños Tritones que jugaban entre las olas. Crecieron en poco tiempo y hoy mismo puede adivinarse, en pintura, naturalmente, visitando la sala de Rubens, en el museo del Louvre, de París, su gracia y su gentileza.

Pero Neptuno tuvo todavía otros hijos, tres de los cuales es preciso recordar aquí de una manera especial: Polifemo, Anteo y Procusto. Nos ocuparemos sucesivamente de cada uno de estos personajes, señalando las diversas cualidades que los distinguen.

 


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