domingo, 9 de octubre de 2016

DAFNE Y APOLO


Apolo, durante sus largas sesiones pastoriles, veía pasar ante él las adorables ninfas del monte Ossa. Y una de estas ninfas le llegó al corazón. Era Dafne.
 
Apolo se dispuso a cortejarla para casarse con ella. Pero ni los propósitos galantes ni los talentos del flautista conmovieron el corazón de la doncella de ágiles pies, quien supo esquivar al apasionado suspirante, huyendo siempre de él.

En cierta ocasión, en el momento en que iba a ser alcanzada por Apolo, Dafne, hija del río Penco, invoca la asistencia paterna y, súbitamente, su cuerpo se transforma en un laurel de verdes hojas. Apolo no halla en sus brazos más que un tronco frío y tembloroso. En recuerdo de la que tanto había idolatrado, Apolo corta unas hojas del árbol inanimado, con las que confecciona una corona que, en el porvenir, servirá para consagrar la gloria de los héroes y de los hombres ilustres, poetas o guerreros.

Pero dos nuevas penas habían de caer todavía sobre el alma del hijo de Latona. Su fiel compañero de caza, Ciparisa, tuvo la desgracia de herir mortalmente a una corza que Apolo traía siempre consigo. Ciparisa sabía cuánto le dolía a su amigo aquella desgracia y le entró un sentimiento profundo, un remordimiento amargo que le hizo la vida intolerable. Llegó a desear la muerte. Pero los dioses se apiadaron de él y lo transformaron en un ciprés, símbolo de la tristeza.
 
Otro favorito de Apolo, el pastor Jacinto, con quien se practicaba en el juego del disco, recibió en plena frente el golpe del plomo. Apolo lo levantó inánime y de la sangre de la herida vio surgir la pálida flor que lleva el nombre del pobre pastorcillo, el jacinto de intenso perfume.

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